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MÉXICO: LA TIRANÍA QUE VIENE

Por: Rafael Ayala Villalobos

Un acierto del presidente López Obrador fue recoger las palabras de Alfonso Reyes de la Cartilla Moral, solo que no por imprimirlas y repartir ejemplares se van a hacer realidad. Hace falta mucho más que eso. Es verdad que el Estado puede postular una moral social, no la que cada quien tenga o quiera practicar en determinadas situaciones de su vida, sino una cuyas ideas guíen la conducta individual en función de la comunidad que queremos llegar a ser y que es una en la que nadie sea un medio para que otros alcancen sus fines, como parecen proponer el neoliberalismo y el populismo, cuya aparente “moral” se basa en el egoísmo, en el relativismo, en la competencia, en que cada quien se rasque con sus propias uñas, en que el hombre no se desarrolle y crezca como persona sino que el Estado le imponga un aparente bienestar y que de pilón el Estado prefiera servir intereses elitistas en lugar de buscar el bienestar general de la mayoría.


Pero si dije que el Estado tiene la potestad de sugerir una especie de código de ética, hay que decir con mayor razón que la sociedad tiene más derecho aún para hacerlo, por varias razones, una de ellas porque la sociedad civil es anterior al Estado. Otra, porque la sociedad está integrada por los individuos que cotidianamente conviven y necesitan una ética comúnmente aceptada para que puedan seguir existiendo como comunidad. De otro modo la sociedad sería un verdadero infierno,

una guerra constante entre los miedos de unos contra los miedos de otros. Así que cualquier esfuerzo por moralizar la vida nacional debe ser bienvenida, venga de donde venga, ni duda cabe. Otra tercera razón es que siendo el Estado una organización jurídico-política no alcanza a meter toda la ética social en sus leyes, por lo que la sociedad civil supera a la sociedad política, esto es, al Estado en cuanto a capacidad para articular la ética en toda la cultura, entendiendo que la cultura es todo el quehacer humano.

No nos distraigamos y volvamos al punto de que la sociedad tiene más derecho que el Estado de integrarse bajo un código moral comunitariamente agendado. El Estado mexicano tiene que redefinirse en su carácter social tanto en lo económico como en lo político. Por ejemplo, luego de la Nacionalización de la Industria Eléctrica por parte del presidente Adolfo López Mateos, vino una reforma para socializar los beneficios de haber pasado al Estado la energía eléctrica y ahora, con la pretendida contra-reforma eléctrica de éste año, se quiere retirar a la sociedad y a la participación privada de ésta actividad para empoderar al Estado nuevamente y que regrese el monopolio de la industria, cuando ya está históricamente probado que los monopolios son malos, sean de la índole que sean. Lo que ahora quiere el gobierno no es una nacionalización, esto es, devolver a la nación lo suyo, sino de dotar al Estado de facultades monopólicas en materia energética. Este es el sentido de arrancar de cuajo la participación social en la industria eléctrica.

Circulan argumentos a favor del fortalecimiento del Estado y, sin querer, se resbala a un lugar teórico y propagandístico diferente. El fortalecimiento de las acciones del Estado ya sea en cantidad o calidad no lleva de por sí aparejado y en automático el fortalecimiento del momento social que es el Estado. Vale decir que pueden existir acciones estatales y aún gubernamentales -que no es lo mismo- de amplia capacidad que se encuentren inmersas en un Estado débil. El Estado, como figura jurídico-política, lleva más bien a un lugar teórico que se refiere al contrato básico de toda acción social organizada. El Estado es fuerte cuando el contrato social que le da origen y lo sostiene aumenta su validez o por lo menos la mantiene. Es decir, la claridad en el pacto fundamental es la que permite a la acción gubernamental su permanente recontratar y avalar las acciones de gobierno.

La legitimidad del Estado brota de la sociedad civil que le dio origen. Si un Estado disminuye la participación de la sociedad, si le resta mérito, si la reduce a meros actos democratistas, que no democráticos, si incentiva la tiranía de la mayoría, si elimina o debilita organismos autónomos del Estado mediante los cuales la sociedad podía conducir algunos asuntos públicos, si el Estado cancela herramientas para ejercer la ciudadanía, estamos ante el hecho de que el Estado está perdiendo legitimidad y esa es la antesala de una posible guerra civil. Alguien dirá que basta con que el Estado se apegue a la legalidad para tener legitimidad. No es así, el primer requisito es tener legitimidad de origen y legitimidad de actuación y éstas se dan cuando el Estado preferencia al ser humano como ser colectivo y a ésta, a la colectividad, la fortalece con mayor participación ciudadana. Pongamos como ejemplo a un fontanero con un cajón de herramientas vacío. Si no tiene herramientas, ¿cómo va a hacer fontanería? Así el ciudadano, si le quitan las herramientas, los instrumentos de participación ciudadana, ¿cómo ejercerá su ciudadanía? Cuando por el decretazo del lunes pasado se cancela la oportunidad de que el ciudadano conozca los entretelones de obras públicas no licitadas ni ejecutadas con transparencia, cuando se le entrega al Ejército tareas civiles y abultados presupuestos no sujetos al escrutinio público, se está ante un Estado obscuro y deslegitimado, para decirlo más claramente, ante un Estado que no ocupa demócratas sino clientelas electorales, que no quiere participación social sino colaboración cómplice de los militares, y que a su partido lo usa como mera oficialía de partes, en una palabra: estamos en un estado de excepción, propio de las tiranías. Es cosa de revisar la historia.

Y sin embargo la situación actual ofrece la oportunidad de redefinir el carácter social del Estado mexicano tanto en lo económico como en lo político. Cabe preguntarnos ¿qué es una re-expropiación? ¿es una estatización de lo que es de la nación?

Hay voces que argumentan en favor del fortalecimiento del Estado y desbarran a postular escenarios de totalitarismo fascista de donde se desprenden los populismos. La contra-reforma eléctrica y sobre todo declarar la opacidad por decreto, pretextando querer mayor agilidad en la obra pública, no fortalecen al Estado y sí en cambio, desaparecen a la sociedad civil, por lo menos como concepto en la sociedad política.

El decreto presidencial que declara como materia de seguridad nacional algunas obras como el aeropuerto de Santa Lucía, entre otras, más lo que se acumule, es a todas luces inconstitucional y trasciende la dimensión gubernamental y por lo tanto debería ser analizado en todas sus implicaciones para la sociedad civil y política. El Estado mexicano se enfrenta así ante una redefinición arbitraria del pacto original de la Revolución Mexicana que le ha dado a México cierta paz social y cierto progreso, cierta viabilidad como Estado nacional y que ahora está en riesgo de quiebre sobre todo considerando el reciente discurso del Secretario de la Defensa Nacional, ilegal, francamente sectario, tomando parte, cuando nuestras Fuerzas Armadas son de todos y cuando habían sido, antes de ser cooptadas a punta de billetes por el actual gobierno, un factor fundamental de la estabilidad y de la seguridad nacional al mantener por encima de todo su lealtad a la Constitución y no a quien encabeza las mayorías electorales en turno, que son tan circunstanciales como pasajeras. Es obvio que la ruta, de continuar así, provocará la disputa intestina, porque es claro que ni siquiera todos los militares están de acuerdo.

La verdad es que la ruta no se encamina a la democracia sino al revés, a una dictadura. Quienes creen que dotar de mayor fuerza al Estado le conviene a México, se equivocan. Hay que revisar las crisis del 58 del siglo pasado, las del 68, 71, 76, 82, 88, por lo menos, que en gran medida se ocasionaron por mal entender que el mejor Estado es el Estado grande, monopólico, brusco, engordador de la oligarquía, nodriza de cierto empresariado pegado a la ubre de la alta burocracia, lo que hoy estamos volviendo a vivir con los empresarios consentidos del presidente y de los empresarios “cae-bien” de los gobernadores que a falta de iniciativa empresarial, de propuestas económicas y de ideología, los marean con relaciones públicas, y por creer a la democracia como una amenaza. Esas experiencias le enseñaron al país con mucho dolor lo siguiente: democratizar no es dotar de más tamaño y fuerza al Estado monopólico, sino que democratizar implica mayor diálogo y control social y ciudadano sobre las decisiones del gobierno. Lo voy a repetir: “hoy democratizar implica mayor diálogo y control social y ciudadano sobre las decisiones del gobierno” y es la lucha en la que deben empeñarse quienes sean liberales, demócratas, socialdemócratas, demócrata-cristianos, socialistas, en suma, humanistas, así sea fraguando alianzas circunstanciales dado que lo que está en juego es la democracia, dejando para un poco después sus programas específicos.

Por eso hay dos proyectos de nación diferentes y encontrados. Por un lado hay un proyecto autoritario y mentiroso, rijoso, demagogo y tiránico, que se aprovecha de la democracia para irla destruyendo paulatinamente, que pretende un Estado fuerte con clientelas que lo apoyen robóticamente como una tiranía de la mayoría y una sociedad civil en la que el ciudadano esté disminuido. Por otro lado existe otro proyecto arraigado en la tradición liberal de la Independencia, la reforma y la Revolución que busca fortalecer la acción gubernamental desde la ampliación de la sociedad en su capacidad de expresión y de injerencia sobre las decisiones del Estado. A más acción gubernamental más sociedad que contrarreste las fuerzas de la estructura burocrático-administrativa, buscando la sana y legal interrelación entre gobierno y sociedad. El Estado se debe a la sociedad y no al revés.

Si la motivación para decretar como de seguridad nacional lo que no lo es, es evitar posibles amparos, de plano, estamos ante un gobierno que retuerce la ley y que la ajusta a su modo. El decreto excede el interés de la realización de las obras de infraestructura y pretextar la seguridad nacional es exagerado como justificación, sin apoyo constitucional, violatorio del derecho y del acceso a la información, la transparencia y la publicidad de los actos y acciones del gobierno que constitucionalmente están protegidos.

Si el pretexto es porque el gobierno es lento para emitir licencias, como también se dijo, entonces habría que corregir ése defecto con una administración pública más rápida e eficiente, en lugar de meter la cabeza en tierra como la avestruz ante ésta deficiencia y querer darle la vuelta con un decreto conculcador de la transparencia, la racionalidad y el cuidado de los aspectos técnicos de cada decisión gubernamental.

Si el Estado toma una decisión administrativa y burocrática que vulnera disposiciones legales sobre, por ejemplo, el uso del suelo, o aspectos ecológicos, de tenencia de la tierra, entre otros, el ciudadano puede acudir a la excelsa institución del Amparo, que para eso fue creado, para que el ciudadano se pueda defender ante el Estado. Al decretar como de seguridad nacional ciertos renglones, el ciudadano, muchos ejidos y comunidades agrarias, empresarios y ciudadanos en general quedan en estado de indefensión.

La historia de nuestro México nos enseña.

Hagámosle caso.

Hay que revisar el pacto nacional fundamental en beneficio de las mayorías.

Hay que ampliar el margen de acción del gobierno para que pueda atender las grandísimas necesidades de muchos.

Pero también necesitamos un Estado con una sociedad vigilante, participativa, fuerte, creciente.

Hoy cobra vigencia lo dicho: “Tanto gobierno como solamente sea necesario y tanta sociedad como sea posible”.

No otra cosa sino una tiranía es lo que se está construyendo en México. Pasito a pasito.