Por: Rafael Ayala Villalobos
“¿Qué es eso de pueblo, con qué diablos se come?”, me pregunta doña Meche. “Te lo diré –le respondí- pero primero termina tus quehaceres, porque el otro día nos alargamos en la plática y dejaste un tiradero”. Buena pregunta es la de doña Meche, primero porque me ha dado el tema para el artículo y, segundo, porque tal palabrilla ha provocado grandes movilizaciones, tragedias y felicidades humanas, y sin embargo no la comprendemos –por lo menos yo- a cabalidad, incluso a veces confundimos pueblo con población, por ejemplo. Ya se sabe desde la antigüedad que pueblo es la parte políticamente activa de la población, así que no toda la población es pueblo.
Lector, lectora, estarás de acuerdo en que la hipocresía abunda en la política, llega a manipular las palabras usándolas con mentira, desgastándolas hasta que suenan como si fueran monedas falsas. Una de esas palabras es “pueblo”, otra, “ciudadanía”, ambas, no solo son voces del alma sino banderas genuinas de luchas históricas, pero también, en desastrosas ocasiones, disfraces para la farsa, como actualmente en México.
Don Alexis de Tocqueville en su obra “La democracia en América” dijo: “Las palabras han perdido su origen, lo mismo que el hombre, y el resultado es una confusión en el lenguaje, igual que la confusión en la vida social”.
Tenía razón ese hombre viajero y pensador. Hoy aparecen como hongos los supuestos salvadores que no quieren decir “pueblo” para no parecer políticos, o por lo menos no políticos “de los de antes”. A éstos, a los políticos, los combaten y detestan por profesar y practicar la actividad más excelsa del hombre: la política, claro, en el buen sentido de la palabra. También campean los que se refugian en lo “ciudadano” en contraposición inútil y malabarista a lo político o lo partidista, cuando lo cierto es que si el que vende tacos es taquero, el que anda en los meandros de la política es político, aquí y en China.
Así que conviene poner los puntos sobre las íes para aclarar las cosas.
El carácter de ciudadano denota la relación jurídico-política de la persona humana frente al Estado y no tiene que ver con nada más, se puede o no pertenecer a un partido político y seguir tan campante como ciudadano. Un militante de un partido político es tan ciudadano como el que no.
Del espíritu pequeñoburgués, de repente brota un puritanismo hipócrita que asume una superioridad moral, una pureza imaginada que se alza en el púlpito de la inactividad partidista y ve para abajo a los que han tenido cargos públicos o partidistas o han militado en conformaciones político-electorales sacrificando tiempo de su vida privada a la cosa pública. Se trata de una postura intolerante y por lo tanto antidemocrática, no liberal, siempre embrión de los autoritarismos y de las dictaduras, según enseña la historia, maestra de la política.
La hipocresía llega al punto de querer disfrazar la realidad, ocultar las desigualdades sociales y económicas bajo una misma alfombra ciudadana, como si para el Estado, para sus fines electorales, fuéramos iguales, como si no hubiera personas de primera y de segunda en cuanto a lo económico y social se refiere, como si no hubiera distingos reales para las oportunidades, derivados de la enorme e injusta desigualdad de situación de unos y otros.
Esta es la enfermedad pequeñoburguesa del infantilismo político que decía don Lenin, que hay que prevenir en la política porque es el germen de las dictaduras que ganan terreno prometiendo salvar al pueblo y defenderle sus libertades, pidiendo para ello la concentración del poder en manos de una persona y como el poder es naturalmente expansivo, el populismo nunca para hasta que lo paran.
El truco es sencillo: el dictador palabrista, bucanero de la palabra engañosa, usa las libertades para exaltar las pasiones de la gente dormida, de la que vive sin conciencia política, esclava de sus deseos elementales como la sexualidad, el comer y la cólera, para ello manipula sus prejuicios y los adormece más, como lo hiciera un hipnotizador, confundiendo las cosas: a lo malo le dice bueno y a lo bueno, malo, dividiendo al meter en la canasta de “pueblo” solo a los que le son fieles y a los que no, satanizándolos con un lenguaje agresivo, confrontacionista, nunca racional ni sereno, oponiendo a los nacionales con los extranjeros, confundiendo sus expectativas con la realidad, actuando no como quien ganó una elección para gobernar democrática y respetuosamente para todos –como haría un liberal- sino siempre tratando de imponerse aunque pare ello pisotee la ley y haga sufrir a la gente, de esa que en su ignorancia lame la coyunta que le uncieron al pescuezo para dirigirlo y explotarla.
Pocas palabras hay más usadas por distintas retóricas que la de “pueblo”. Su sentido es tan variado que las ciencias sociales le tienen poco aprecio prefiriendo hablar de sociedad, de clases sociales o de comunidad.
Como se sabe, el significado de una palabra depende de su uso. Quienes más usan positivamente y sinceramente la palabra “pueblo” son aquellos que se interesan por la situación de las clases subalternas: el “pueblo”.
Conviene analizar un poco el contenido de “pueblo”, sobre todo para que sirva a aquellos que se sienten excluidos de la sociedad, víctimas de alguna forma de dominación y esclavitud, lastimados en su dignidad como personas humanas y quieren ser “pueblo”.
El primer sentido filosófico-social de “pueblo” tiene sus raíces en el pensamiento clásico de la antigüedad. Ya Cicerón y después San Agustín y Tomás de Aquino afirmaban que “pueblo no es cualquier reunión de hombres de cualquier modo, es la reunión de una multitud en torno al consenso del derecho y de los intereses comunes”. Se entiende entonces que pueblo es el que se reúne a platicar de política, aceptando que corresponde al Estado, es decir a la política, armonizar los distintos intereses de todos los reunidos.
Un segundo sentido de “pueblo” lo ofrece la antropología: es la población que pertenece a la misma cultura y habita un determinado territorio. Tantas culturas, tantos pueblos. Este sentido es atinado porque distingue un pueblo de otro: un regio de un tapatío, un irapuatense de un piedadense. Pero ese concepto de “pueblo” oculta las diferencias y hasta las contradicciones internas: tanto pertenece al “pueblo” un latifundista moderno como el peón pobre, tanto el empresario monopolista como el dueño de un changarro.
En el Estado moderno el poder solo se legitima si está enraizado en el “pueblo”. Por eso la Constitución dice que el poder emana del pueblo y debe ejercerse en su nombre.
Un tercer sentido de la palabra “pueblo” es clave para la política. Política es, en general, la búsqueda común del bien común o, en sentido específico, la actividad que busca el poder del Estado para administrar a partir de él a la sociedad.
En boca de los políticos profesionales “pueblo” presenta una gran ambigüedad. Por un lado expresa el conjunto indiferenciado de los miembros de una sociedad determinada (populus), y por el otro significa la gente pobre y con escasa instrucción y marginada (plebs = plebe), al estilo de como la usaba el muy populista Julio César en la antigua Roma. Cuando los políticos dicen que “están con el pueblo, hablan al pueblo y actúan en beneficio del pueblo”, piensan en las mayorías pobres.
Aquí surge una contradicción entre las mayorías y sus dirigentes o entre la masa y las élites. Como decía Sodré: “una secreta intuición hace que cada uno se juzgue más pueblo cuanto más humilde es. Nada tiene, y por eso mismo se enorgullece de ser más “pueblo”. Por ejemplo, las élites mexicanas no se sienten “pueblo”. Alguien dijo: “los de arriba no piensan en el pueblo, solamente en sí mismas”. Ese es el problema.
Hay un cuarto sentido de “pueblo” que deriva de la sociología. Aquí se impone cierto rigor del concepto para no caer en el populismo. Inicialmente posee un sentido político-ideológico en la medida en que oculta los conflictos internos del conjunto de personas con sus culturas diferentes, status social y situación económica desiguales y con proyectos distintos.
Ese sentido no sirve de mucho para analizar las cosas ya que es muy globalizador aunque sea el más usado en el lenguaje de los medios de comunicación y de los poderosos.
Sociológicamente “pueblo” aparece también como una categoría histórica que se sitúa entre masa y élites. En nuestra sociedad que fue colonizada y luego de clases, es clara la figura de la élite: los que detentan el poder, el tener y el saber.
La élite posee su ethos, sus hábitos y su lenguaje. Frente a ella surgen los pueblos originarios y los mestizos, los desposeídos, los que para vivir venden su fuerza de trabajo, los que invirtieron su trabajo humano ahorrado -esto es su capital para forjar una empresa-, los sin voz, los que en los hechos no gozan de plena ciudadanía ni pueden elaborar un proyecto propio porque son esclavos de sus pasiones y como duermen inconscientes, son tan útiles para sí mismos como un cadáver: esperan a que un iluminado se los proponga, les dé una despensa, un apoyo de un programa clientelar o de plano les compre el voto, como hace Amlo. Asumen, a fuerzas, el proyecto de las élites que son hábiles en manipular “al pueblo”: es el populismo de derecha o de izquierda.
El “pueblo” es absorbido como actor secundario de un proyecto formulado por las élites y para las élites desde arriba. Por eso el “pueblo” es objeto y no sujeto de las políticas públicas siempre para beneficio de unos pocos. Es cosa de ver quién se enriquece en los populismos, sean de izquierda o derecha: las élites de siempre. ¿Quién se enriquece con la dictadura en ciernes del presidente Amlo? Así es, los grandes empresarios zalameros de siempre, los que para crecer mamaron y siguen mamando duro y tupido de la ubre del Estado porque en realidad “andan a las caiditas”, si no pregúntenle a los que seguido comen en palacio nacional.
No obstante siempre hay rasgaduras en el proceso de dominación de clase: de la masa lentamente surgen líderes carismáticos que organizan movimientos sociales con una visión propia de la comunidad y de su futuro. Dejan de ser “pueblo-masa” y empiezan a ser pueblo actuante, ciudadanos activos y relativamente autónomos. Surgen sindicatos nuevos, movimientos de los sin tierra, de los sin techo, de mujeres, de obreros, de emprendedores, de derechos humanos, de profesionistas, de pueblos originales, alianzas electorales impulsadas desde la sociedad civil como actualmente en México el Frente Cívico Nacional, entre otros, como el que empujan quienes van siendo alcanzados por el mensaje emancipador del ser ciudadano ejerciente aquí y ahora en este país militarizado, violentado, con mala educación y salud, cerrado al mundo, con decrecimiento económico y donde la tendencia de los dormidos o inconscientes es apoyar la centralización dictatorial y populista del poder público. Al respecto hay que decir que estrictamente hablando, el populismo no es de derecha ni de izquierda sino de sí mismo, expresión superlativa del ego.
De la articulación de esos movimientos entre sí nace un “pueblo” concreto que ya no depende de las élites. Elabora una conciencia propia, un proyecto diferente para las clases sociales, para los municipios o los estados, ensaya prácticas de resistencia y de transformación de las relaciones sociales vigentes. Y en eso estamos…
No obstante dicho proyecto ahora no es nacional, no hay liderazgos de alcance nacional ni se está creando organización de abajo hacia arriba, primero los municipios, luego los estados y a la postre, confederarlas en un esfuerzo nacional. Lo que hay son partidos electorales que nacen del centro a la periferia, conforme al molde de las élites. He aquí un problema a resolver porque coincidirás en que en estos momentos más que partidos políticos lo que hace falta es ciudadanía ejerciente.
El pueblo nuevo dice “basta” a los mismos que sin dar buenos resultados, una y otra vez se postulan en las elecciones y hasta brincan de un partido a otro con tal de seguirse candidateando, el pueblo se harta de sólo votar por los jilgueros y capataces al servicio de las élites, se cansa de una democracia representativa que empieza y acaba en el mero acto de votar y que no le sirve para nada en su vida cotidiana, ni en su mesa, ni en su salud, ni en su vivienda, ni en su educación, ni en su seguridad; el pueblo se cansa de consultas teatreras y dando un paso al frente dice: “yo quiero ser votado” con la firme determinación de tomar el poder por la vía pacífica.
El “pueblo” por lo tanto, nace y es el resultado de la articulación de los movimientos y de la comunidad activa. Este es el hecho nuevo que, si en verdad se nutre de pueblo, culminará en una nueva democracia republicana.
Ahora podemos hablar con cierto rigor conceptual: aquí hay un “pueblo” emergente a medida que tiene conciencia y proyecto propio para el país, si no, lo que hay es una farsa movida por el resentimiento y la amargura.
Ese es el reto: ser o no ser pueblo, somos o no somos, actuamos en política o no actuamos.
Ser ciudadanos nos lo da el Estado como entidad político-jurídica.
Ser pueblo nos lo da nuestra conciencia política, nuestra vida despierta, activa políticamente, ajena a las pasiones.
Por último, para poder dialogar con doña Meche que ya me está viendo feo: “pueblo” posee también una dimensión axiológica, esto es, un concepto de valor consciente o inconsciente: todos estamos llamados a ser pueblo; no debe haber dominados y dominadores, élites y masas, sino personas-ciudadanos-actores-agentes de cambio de una sociedad en la cual todos pueden participar en comunidad para el bien común de acuerdo a normas y jerarquías racional y consensuadamente establecidas.
Entonces ¿tú eres pueblo?
Sean felices.