Por: Rafael Ayala Villalobos
Llego a la casa y encuentro a doña Meche atragantada con pepinos, que son su debilidad. Le digo que no coma pepinos en la noche porque le pueden hacer daño. “¡El estómago no sabe de horarios!” -me responde de mal modo y agrega-: “Lo que nos daña es lo que comimos de niños, ya luego siempre nos cae mal”. Y sigue devorando.
Quizá tenga razón. Pienso en mí y en otros como el presidente de mi país. Cuando somos adultos los zarpazos de nuestro pasado infantil nos alcanzan a arañar. Aquéllas heridas que recibimos y que no cicatrizaron bien nos lastiman una y otra vez. Aquéllas frustraciones que no procesamos correctamente, que nos enojaron y nos llevaron a actuar con ira y a hacer rabietas siguen como tizones ardientes bajo el carbón aparentemente apagado.
Son cosas del pasado que aún provocan ecos en el presente porque, igualito que como dice doña Meche del estómago, el doctor Ibarrarán Storm, de Guadalajara, me explicó que la mente es atemporal, no sabe si el dolor es presente, fue del pasado o vendrá en el futuro, sino que sólo sabe que ahí está.
Digo que la frustración viene de cuando fuimos niños, pero no en el sentido de que nos frustramos porque nuestros papás un día nos castigaron o nos causaron algún dolor, sino del origen de la frustración cuando no satisfacíamos nuestro ego para alimentar cualquiera de nuestros yoes, esos que nos conducen invariablemente a deformarnos y afearnos y que se presentan como “yo quiero” y “yo quiero tener” desde nuestros caprichos infantiles y hasta la vida adulta. Y ahí está el problema.
En nuestra vida personal y amistosa, profesional y empresarial y no se diga política, erróneamente nos permitimos la niñez en la adultez (vea al presidente), sin responsabilidad para curar y sanar la herida a ese nuestro niño interno.
Y ahí estamos haciendo pataletas, tirándonos de berrinche al piso, queriendo vengarnos, ofendiendo, llamando a marchas y a llenar el zócalo por ardor, porque no nos gustó que ciudadanos libres y no acarreados marcharan contra una propuesta nuestra.
Nos entercamos como buenos necios y narcisistas en lo que nos fijamos como meta, sea buena o mala para los demás, disfrazando nuestra terquedad con el ropaje de la perseverancia.
Nos ilusionamos, idealizamos, no ponemos los pies en la tierra, todo lo queremos rápido, sin respeto a la dignidad de los demás, con maldad y perversión, sin planificar, como ocurrencias en retahíla; también sin pensar, sin intuir, sin sanar, sin revisar nuestras heridas y bloqueos malsanos, sin fluir en el río del amor de la vida, sin crear un ser nuevo, renacido al bien.
Actuamos sin responsabilizarnos aunque seamos directores de una empresa y a sabiendas de que muchos dependen de nosotros; sin reparar en que seamos cabeza de familia y que nuestros tinos y desatinos repercutirán en nuestros seres queridos; sin recordar que conducimos a una nación que espera de nosotros un poco de honestidad, prudencia y cordura, por lo menos. Se nos olvida que somos humanos adultos hoy, aquí y ahora.
El no tener buen margen para tolerar la frustración es una de las causas por las que cobran fuerza los radicalismos políticos de uno y otro extremo; entonces el fanatismo político se impone y las formaciones políticas en competencia actúan como pandillas en pugna. Ya no consideran a sus rivales adversarios, sino que pasan a ser enemigos a los que hay que aniquilar.
Con el liderazgo de un gobernante frustrado el pueblo empieza a votar por miedo, por haber vendido el voto o porque la sinrazón lo convenció, por cosas absurdas, sin medirle el agua a los camotes con las consecuencias de lo que vota.
El ideal máximo del frustrado en el poder es que el abstencionismo gane cualquier elección, de ahí que intenta crear un sistema electoral a modo, controlado y que despierte desconfianza como fórmula para desestimular el voto. Si a esto le agrega pocos y debilitados partidos opositores y menos cargos de elección, tanto que mejor.
En este ambiente la reflexión, la sensatez, el sentido común y la serenidad corren a esconderse y la moderación se ausenta mientras la tolerancia desaparece, lo cual es grave porque la tolerancia es condición indispensable para que la democracia exista.
Doña Meche me ve callado y pensativo, viendo sin ver la televisión y me pregunta: “¿Qué piensa, qué hace? lo noto triste…”. Entre dientes le contesto: “Revisando los cajones viejos de mi alma”. Y es que esculco lo que me pasa para darle muerte a lo que me deforma.
Pienso que hay que morir en la etapa que no nos toca seguir sosteniendo nada, ni ideas, ni gente, ni empresas, ni comunidades.
Me refiero a que mueran nuestros patrones de conducta, nuestros defectos, nuestras frustraciones que arrastramos desde chicos y que represan nuestra enorme capacidad de amar.
Me refiero a que mueran los egos que dominan nuestra vida y nos hacen creer que tenemos la razón en todo pero que otros no nos lo reconocen, o simplemente que tenemos mala suerte, que nos pasa de todo lo malo que nunca se nos da nada…
Esos egos que nos hacen creer que lo equivocado está afuera de nosotros, que el malestar me lo provoca otra persona o un contexto, que alguien me traicionó cuando simplemente no se dejó manipular, que yo hago todo bien, que yo me esfuerzo y soy quien toma las riendas de mi vida, cuando en realidad no es así, porque en el momento de la responsabilidad se huye, a veces incluso se huye para adelante insistiendo en el yerro, radicalizándose en el despropósito, como con frecuencia hace el presidente. La frustración es huida.
Debemos hacernos cargo de nuestra frustración.
No sacarle al parche.
Darle muerte a la frustración es sanador.
Reconocernos adultos y libres con capacidad de trascender en el hoy, nos da la victoria.
Sólo podemos responsabilizarnos de nosotros mismos, no del otro.
Hacernos cargo de nosotros es vernos al espejo y aceptarnos, prepararnos para cambiar.
Incluso con la cara roja y las venas del cuello hinchadas es bueno gritarle al del espejo: “¡¿Acaso no te cansas de que todos los días te vea para exigirte que cambies?!”
Revisar con salud mental lo que hacemos y corregir los errores con los que nos lastimamos a nosotros mismos, a nuestra familia, a nuestros colaboradores y al país entero, es lo éticamente correcto.
Eso es hacer con amor y ser quien vinimos a ser hoy para mayor gloria del Creador.
“¡Ya véngase a cenar sus quesadillas, deje de estar papando moscas!”, me grita con imperio desde la cocina doña Meche. Le pido que me las traiga al comedor.
Es que ya se le hizo noche, ya ve usted que en los hermosos días de noviembre la luz solar tiene apuro; la luz de noviembre no espera a nadie, te retrasas poquito y ya no está en oferta.
Pero si caminaste un poco, si viste gente buena, si jugaste con niños y una mejilla se ofrece en la noche a tus besos, habrá sido un día magnífico.
En esas estaba, meditabundo y triste por mi país cuando tocaron a la puerta de la casa. “¡Adelante!”, dije desganado pensando que era una de mis hermanas. Era un joven de pelo rizo, moreno claro con ojos avellanados.
Me dijo que traía un mensaje muy importante para mí, que había llegado la hora, y me solicitó asiento en la mesa y se sentó en la silla de enfrente. Una cicatriz amoratada y gruesa le recorría casi todo el cuello, de lado a lado. Impresionado, sentí escalofrío.
-¿Vio mi cicatriz? –me preguntó el muchacho de camisa blanca impecable.
-¡¿Cuál?, ah, no! -fue mi mentirosa respuesta.
-Es una tragedia que todavía hoy recuerdo. Al terminar la guerra me cogieron preso y un teniente me hirió con su espada. Pensaron que había muerto, me dejaron tirado junto a un arroyo.
-¿Al terminar cuál guerra, joven?
-Pues de la guerra de Independencia de México, ¿cuál otra?
-¿Qué?
-De la guerra de Independencia de México.
Llamé a doña Meche para que le ofreciera café o algo así al joven visitante.
-Doña Meche, ofrézcale algo al joven para cenar con él.
-¿De qué joven me habla? –dijo doña Meche.
Sean felices.
19/11/22