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EL MEJOR REGALO NAVIDEÑO: EL PERDÓN

Por: Rafael Ayala Villalobos

-¿Desde cuándo presta usted sus servicios como trabajadora doméstica, doña Meche? –le pregunto a la dama de mi casa-. Aclaro: dama se le dice a la mujer que se encarga del domo, del techo y lo que cubre, es decir de la casa, del hogar. “Fulanita de tal es toda una dama”, suele decirse.


-No los presto, –me responde doña Meche entre grandes y ruidosos sorbos a su cerveza-. Los cobro, que es otra cosa.

-Bueno, ¿hace cuánto tiempo que trabaja usted en casas?

-Pos desde hace como 41 años, que me trajo del rancho el méndigo de mi novio Lázaro. Era yo una chiquilla…

-¿Antes de aquí estuvo con los García y anteriormente… en la misma casa?

-¡Dios me libre! Si hubiera seguido en la mesma casa onde llegué por primera vez, me hubiera muerto de hambre.

-¿Le daban poquito de comer?

-Pos nomás no me daban.

Doña Meche da otro sorbo ruidoso a su cerveza, eructa agusto y sigue platicando.

-Luego estuve en otra casa de la que me salí para salvar mi honra porque el señorito se la pasaba echándome los perros, y pues era pobre, pero no piruja, yo nunca manché mi apellido ni humillé a mi familia.

Doña Meche se apellida Cruz porque hace muchísimos años al cristianizarse su familia despojáronse de su apellido original: Tezcucotl. Su padre se llamaba Atzin Tezcucotl, descendiente directo de la más noble prosapia de los feroces y aguerridos Chichimecas que por el Bajío dejaron huella. Es cosa de visitar las pirámides del cerro de Zara-goza en La Piedad, Michoacán, para comprobarlo.

-Le preguntaba que en cuántas casas ha laborado…

-N’ombre ya perdí la cuenta, es que un tiempo me dio por hacer “la gira del trapeador” y a cada rato cambiaba de casa, regresando a todas, así evita una encariñarse con las familias. Luego me casé y ya no trabajé, hasta que mi viejo se me adelantó. Luego, con usted tengo 8 años.

Eso dialogamos el pasado miércoles 21 de diciembre al caer la noche, el meritito día del solsticio de invierno, antigua celebración llamada Yule por los países del norte de Europa, festejando que lo viejo moría para que pudiera nacer lo nuevo. Se celebra que a la oscuridad le sigue la luz. Es el festejo del fuego nuevo de Celtas y Druidas y de los pueblos que siguen el calendario lunar.

Por cierto que también la Iglesia Católica lo sigue, aunque superó al Yule con la celebración del nacimiento de Cristo ubicándolo desde la Edad Media en el 25 de diciembre para que más o menos coincidiera con la fecha de los solsticios. Para el cristianismo muere la oscuridad del pecado con la luz, el perdón y el amor de Cristo.

-Ya déjeme ver la película que si no, no la voy a entender –me protestó doña Meche-.

-Está bien, luego platicamos.

Suena mi teléfono fijo y voy a contestarlo. Veo que doña Meche está “con un ojo al gato y otro al garabato”: despaturrada en la sala viendo una película y de metiche oyendo mi plática telefónica con mi amigo Gumersindo, de Monterrey, que me llamó para desearme felíz Navidad.

“A veces tengo miedo del futuro de mi país cuando veo las noticias –me escuchó decir la doña-, cuando oigo los dimes y diretes de los políticos, las ventoleras del odio, las balaceras infaltables donde muere gente inocente, el intento de matar a Ciro Gómez Leyva, el encarecimiento de la vida, el desbarajuste en los sectores salud y educativo, al presidente enojado y sin autocontrol, cuando veo la falta de cordura para que venga la calma y tengamos un bonito amanecer en el 2024. Creo muy necesario que nos serenemos –le digo a Gumersindo-, que dialoguemos y busquemos la concordia porque de lo contrario esto va a tronar”.

Cuando regreso a la sala doña Meche me dice que le damos muchas vueltas al asunto. “El desmadre es porque nadie perdona –dijo con su atinada sabiduría popular- y todos le echan más gasolina a la lumbre y en cuanto a que esto va a tronar, ya le dije: a las primeras de cambio yo me voy a ir con mi hija a los yunaites, y ya déjeme ver la película”.

Me deja pensando. Estámos viendo la película “La lista de Schindler”. En eso, como por sincronía, pasa la escena en la que el protagonista Oscar Schindler estando en un campo de concentración nazi tiene la oportunidad de conversar repetidas veces con un comandante que un mal día de mucho frío dispara con crueldad a un prisionero que iba caminando por uno de los andadores de la prisión, sin motivo alguno, sólo por el puro placer de matar.

Oscar se asusta pero se contrala y le pregunta al militar “¿Porqué lo haces?”, el comandante le contesta: “Para sentir poder”. Oscar le explica: “Hay un poder superior, una sensación mucho mejor, el poder de perdonar, eso sí es un poder que merece la pena”.

“Ahí está, ¿ya ve?”, me dice efusiva doña Meche mientras me abre otra Tecate, y agrega resuelta: “El perdón es uno de los grandes regalos que Dios nos dio. Cuando no sabemos perdonar nos echamos más y más enemigos encima, y el más grande de todos los enemigos somos nosotros mesmos”. Luego de un silencio agrega: “Vea al presidente, es su peor enemigo. Yo voté por él –asegura doña Meche- pero ya me arrepentí porque aunque me sigue cayendo algo bien, su gobierno anda de mal en peor, así que me siento defraudada como si hubiera comprado boleto en Ticketmaster”.

Me volvió a dejar pensativo. Es cierto lo que dice. Cada vez que no perdonamos, el resentimiento y la amargura anidan dentro de nosotros, seamos el presidente o quienes seamos, y no somos capaces de vivir sin ellos porque sentimos que ya vamos muy encarrerados en el tobogán de nuestras pasiones descontroladas.

Cuando cualquiera de los dos, la amargura o el resentimiento aparecen, de poco sirve que luchemos con denuedo por dejarlos en las afueras de nuestra vida: se nos meten hasta adentro, solo por dar lata, y hay que reconocer que lo logran, convirtiéndonos en esclavos del ser odiado, o sea, del destinatario de nuestro resentimiento o amargura.

El resentimiento se hace fuerte en el pasado. Recordamos cosas que otros nos hicieron, y aderezamos esos recuerdos con odio y enemistad. Procuramos el rencor y la venganza, y solo nos sentimos satisfechos cuando creemos que se ha hecho justicia a nuestro favor, claro, porque creemos que siempre tenemos la razón aunque no sea verdad. Y no estoy diciendo ninguna explicación rara de sentimientos imposibles: basta con que de vez en cuando miremos a nuestro corazón con honestidad, porque santitos nadie somos.

Peligroso es también nuestro resentimiento cuando lo orientamos hasta nosotros mismos por haber fallado, por equivocarnos en alguna decisión, por haber lastimado a un ser querido, o simplemente, por haber sido “tontos”. Hay cosas que no nos perdonamos jamás. Y lo peor de todo es que cuando fallamos, podemos ser engañados por otros para seguir en el error, incluso en el mal.

Y hay que decirlo: aparece también nuestro resentimiento hacia Dios porque no comprendemos algo que nos sucedió, por ese ser queridísimos que partió antes de tiempo, según nosotros, o por aquél logro que no pudimos concretar. Así somos de inteligentes.

Si el resentimiento se ancla en al pasado, la amargura tiene que ver con el presente.

No sólo manchamos nuestro pasado de recuerdos odiosos, sino que quedamos contentos hasta que nuestra experiencia actual se hace completamente frustrante.

Y conseguimos ser los reyes del masoquismo puro: nos hacemos las víctimas por todo en lugar de reconocer nuestras limitaciones o errores y perdonarnos a nosotros mismos, prefiriendo repartir culpas.

Sólo parecemos encontrarnos bien cuando amargamos nuestra existencia y de paso la de otros.

Así somos hoy en día.

Creo que a todos, sin embargo, nos gustaría tener esperanza en el futuro.

Incluso algunos nos atrevemos a decir que sí la hay.

Pero esa esperanza no puede nacer del resentimiento o la amargura.

La única esperanza que puede llegar a vencer nuestra propia maldad, viene de Arriba, del Único que conoce el futuro.

Por eso se lo debemos pedir para nosotros mismos, para los demás y para nuestros gobernantes.

Supongo que sabrás a Quien me refiero, ¿no?

Sin olvidar aquello de: “A Dios rogando, y con el mazo dando”.

Como reflexioné con los ojos cerrados, me quedé dormido en el sillón; acababa de regresar muy cansado de Morelia.

Ni terminé de ver la película, ni vi cuando doña Meche se fue de mi casa.

Me ha cubierto con mi cobija favorita y apagado la luz. Siento una suave paz interior.

Perdonémonos y perdonemos.

¡¿Qué cosa mejor nos pudiésemos regalar ésta Navidad?!

¡Que tengan una Navidad amorosa!

Sean felices.

24 diciembre 2022