Por: Rafael Ayala Villalobos
Me amanezco con dos noticias: que tengo un nuevo huésped: un ratón, y me acuerdo de que cuando era niño me gustaban las mascotas, tanto que me llevaba los perros callejeros a mi casa, sin permiso de mi mamá que montaba en cólera. Cólera no era una yegua, sino que lo que quiero decir es que se enojaba en demasía. Tuve caballos y perros, canarios, palomas y conejos, también tuve una granjita de ratones blancos con fines comerciales. No recuerdo cómo se llamaba la granja porque al nacer me concedieron escoger entre tener una gran memoria o un enorme ropero. Ya no me acuerdo que escogí.
La otra noticia es que al rato vendrá a visitarme mi amigazo Neracio, que aprovechó la holganza de Semana Santa para venir a La Piedad a concluir trámites, uno de los cuales fue recibir las llaves de la casa que en Zináparo heredó de su tío Adalberto, e irla a ver para conocer su condición. Quiere que lo acompañe y lo voy a hacer; no le puedo decir que no. Neracio es de esos amigos que nunca se rajan y que se cuentan con los dedos de la mano, como dijo Quevedo: “El amigo ha de ser como la sangre, que acude luego a la herida sin esperar a que le llamen”.
Ah, te decía: luego de bañarme, al desayunar, recibí la noticia de que tengo una nueva mascota en la casa, sin que hubiera de por medio consentimiento, contrato o pago alguno. “Ya tengo suficiente con las ladrerías de mis vecinos como para tener un huésped ratón de cachirul”, le dije a doña Meche.
Estaba desayunando unos deliciosos huevos estrellados con pan de ajo preparados así: mantequilla batida con un poco de aceite de oliva, sal, pimienta, ajo machacado y rayadura de queso Cotija y de cáscara de limón, sobre rebanada de pan calentado al punto de deshidratarlo y doradito, cuando doña Meche me gritó a bocajarro: “¡hay un ratón en la casa, le digo!”.
Un día antes había visto unas pequeñas cagatinas arriba del librero de abajo, pero fingí que estaba soñando, las sacudí y aquí no pasó nada. Así que puse cara de extrañado e interrogué: “¿Dónde está?”. “Está parado en la ventana frente a usted”, me contestó doña Meche, muy atemorizada porque a los ratones les tiene horror.
Di un brincote estilo circo Du Solei, que provocó que el ratón corriera a esconderse debajo de la estufa. Ya no salió ni lo he vuelto a ver, a pesar de que lo he estado llamando: “Sal querido ratoncito, que te quiero saludar, que te traigo un dulcecito que te va a encantar…”. Eso prueba que además de chiquito es bribón… y listo.
Ya saldrá el muy vival, pero con las patas por delante, pues le he puesto un pan con veneno. Si no se envenena, se atraganta el hijo de su mal dormir, pero de que se va… ¡se va!.
Y no es que tenga algo en contra de los ratones: como quiera que sea sigo votando con la esperanza de que haya buenos gobiernos.
Mi problema es que me molesta la competencia: eso de acumular papeles viejos, tener comida escondida en inimaginables lugares y dejar huellas por todos lados, es una costumbre de mi exclusividad que no permito ni tolero que nadie me la copie. En eso sí, nada más mis chicharrones truenan.
Así que confío en que la suerte me haga justicia por lo menos en esta ocasión, y que el veneno haga efecto antes de que dicho roedor decida convertirse en ratón-sicario y después de poner una narco-manta en la cocina proceda a subir las escaleras para asesinarme por la noche sólo para robarse una méndiga galleta. Claro, luego de preguntarme: “¿Quién eres y para quién trabajas?”. Ya no hay moral ni entre los ratones.
Los perros sí me siguen gustando, no tanto como a mi compadre Cándido que se enamora más de ellos que de las mujeres porque, asegura, son menos latosos, dicho con todo respeto.
En noviembre del año pasado, entre caballito y caballito de tequila Hornitos en la cantina La Chiripa, de Jalapa, Veracruz, fundada en 1930, adjunta al mercado –muy recomendable, por cierto- , me enlistó una retahíla de ejemplos.
Dice mi compradre Cándido que un perro ni se inmuta si te equivocas llamándolo con otro nombre. “A los perros sí les gustan los juegos bruscos –dice Cándido- y ni nota si te rasuraste o no ese día. A ningún perro de verdad, le preocupa jamás estar demasiado gordo o demasiado flaco o si tiene la cola muy abajo o muy respingada”.
“Un perro puede husmear tus calcetines o tu camisa –sigue argumentando mi amigo-, pero no tu cartera, tus contactos o tu celular. Cualquier hombre puede conseguirse sin demasiados líos un perro verdaderamente hermoso –o una perra-. Un perro no se asusta si tienes un arma en tu casa”.
Y continúa: “Ningún perro que se respete se pone celoso con otros perros más bonitos; les encanta que tú dejes montones de cosas tiradas en el suelo; y no monopoliza tu teléfono, además de que nunca ladra nomás por ladrar”.
“Los perros jamás recuerdan un aniversario ni exigen que tú lo hagas; sólo tarda en el escusado el tiempo necesario para echarse un par de tragos rápidos; y sólo rara vez pierde las llaves de la casa”, comenta Cándido antes de pedir otra mojarra frita (ya lleva tres).
“Ningún perro colecciona discos de Luis Miguel, ni se pinta las uñas acrílicas con piedritas nacas, ni canta narco-corridos de Nodal y similares o bachata. Cuando un perro envejece se hace más paciente y tolerante, no menos; no te fatiga a diario con lo que dijeron o hicieron otros perros de la familia o de la colonia”.
Y encarrerado, sigue: “Ningún perro se fija si las cadenas o collares del perro vecino son más caros o finos que los suyos, ni se la pasa viendo a la insoportable Laura de América o a Paty Chapoy, ni consulta su horóscopo en la mañana con la mentirosa de Mony Vidente, ni se excita con los galanes de Televisa”.
“Un perro sí entiende perfectamente que a veces tú tienes que gritar para enfatizar una orden. Los perros jamás esperan regalos, ni se quitan años, ni cambian de humor cada mes, ni andan de aquí para allá del cristianismo al esoterismo, además son muy raros los perros a los que se les arruga el cuero con la edad” –sentencia Cándido antes de sorber su tequila-.
“Un perro no protesta –me explicó el buen Cándido- cuando oye la música que pongas, la que sea. Además de que es legal mantener a tu perro en casa. Un perro nunca se preocupa de los microbios, ni del colesterol, ni del adeudo, ni de la moda, ni de los chismes del vecindario, ni de que ya te tomaste un seis -alega mi cuate-. Es más -confiesa bajando la voz-: mis mejores parrandas fueron tomando cerveza Carta Blanca o Tecate con un perro siberiano: se tomaba dos y yo una, y así, hasta que murió de cirrosis hepática entre mis brazos”. En eso una lágrima rodó por su varonil mejilla.
“Un perro siempre está contento con la decoración de la casa, y no se apena ante las visitas porque el tapiz está medio desteñido” -me aseguró Cándido-.
“Ni los perros ni las mujeres entienden ni comparten tu interés por los programas sabatinos de box en la televisión, pero un perro por lo menos te acompaña y disfruta tus gritos de entusiasmo o de frustración”, dijo.
“Un perro nunca duda de que lo quieres, ni tienes que estárselo demostrando –me informó Cándido- porque tiene bastante autoestima. Tampoco toma partido en la política; bueno, mi perro un poco –confesó-: cuando en las noticias oye y ve a Amlo, a ése si le ladra , levanta la pata y se orina en la pantalla de televisión”.
Le dije a mi compadre Cándido que a mí me gustan las mascotas, en especial los perros. Pero no los perros que echan el pedigrí encima, salvo los bóxers que no se esfuerzan nada para verse distinguidos.
Tampoco me agradan los que andan por ahí muy coquetos, le comenté, con peinados ridículos y con disfraces de humanos, y menos esos perros chiquitos que se esconden tras las faldas de sus dueñas, porque la mayoría de éstos canes son histéricos y chillones; su ladrido agudo, más que atemorizar o comunicar, pone de punta los nervios, aunque los hay estupendos y con mejor conducta humanista que muchos de nosotros. Y es que hay humanos perros y perros humanos, si no pregúntenle a los del Instituto Nacional de Inmigración.
“Me gustan más bien los perros callejeros –agregué-, esos que no traen árbol genealógico y que están dispuestos a retribuir con generosidad desbordante y alegre el gesto básico de darles protección y alimento”.
Y es que la belleza de los perros callejeros, en especial los de color negro, radica en su capacidad infinita para vivir de un modo sencillo: salvo que la vida o algún salvaje los haya convertido en agresivos sin remedio.
Los perros callejeros son receptivos al cariño y muy inteligentes, porque han tenido que sobrevivir sorteando la adversidad de cada día y adaptándose con maestría a andar por las calles de la vida y no morir en el intento.
“A los perros hay que aprenderles”, dice mi compadrito Cándido, antes de empinar el codo.
Hago eso a un lado y te cuento que fui con Neracio a Zináparo, a media hora de La Piedad, población hermosa y fresca porque está al pie de la sierra.
Abrió la casa heredada, hinchó el pecho y caminó con garbo y salero. Estaba solemne y taciturno, diría yo que entristecido. No se parecía al de hace un rato cuando almorzó birria de Santa Ana a dos carrillos lleno de contento, a pesar de que tenía –según me dijo- una diarrea de aquéllas que yo le curé con el remedio infalible de los piedadenses: medio vaso de coca-cola, dos cucharadas de maicena y el jugo de un limón y santo remedio.
Al recorrer la casa desde el pasillo al patio, luego a la cocina, al comedor y al traspatio, Neracio iba lacrimoso porque en esa casa vivió parte de su infancia cuando su padre murió y tuvo que irse a vivir con su tío quien todos los días lo llevaba desde Zináparo a La Piedad al Colegio Lasallista Vasco de Quiroga.
De pronto me platicó de cuando su tío murió y de su funeral. “Pura hipocresía”, me soltó. Y agregó: “Yo no estoy contra los funerales. Yo estoy, más bien, contra los formalismos falsos. Yo prefiero los entierros sencillos, chiquitos, donde el que asista, asista por sus sentimientos y no por cortesía o compromiso. A lo mejor así en los funerales ya no se hablaría tanto de a cómo está el kilo de la carne de puerco, de política, de fútbol y de chismes, y a lo mejor a la hora de partir, el muerto se encontraría solo, por aquello de que los muertos son los únicos hombres puntuales en México”, remató Neracio, quien se acuclilló junto a la higuera del centro del patio a rumiar sus nostalgias y llorar a gusto mientras yo le hacía el levantamiento de necesidades para la reparación de la casona.
¡Ya se me acabó el espacio!
Otro día les cuento qué pasó con el ratón.
Sean felices.