Por: Rafael Ayala Villalobos
En alguna ocasión publiqué un artículo en el periódico AM sobre un señor que todos los días repartía abrazos gratis a los transeúntes en el monumento a los presidentes frente al precioso malecón de Guaymas, Sonora. Hace un tiempo, andando por esos lados, me enteré que murió éste acariciador de los grandes, precisamente en el momento en que contra la violencia necesitamos rescatar la esencia de nuestra humanidad, aunque sea con una caricia.
La caricia es una de las expresiones supremas de la ternura. Pero ha de ser caricia esencial. ¿Por qué digo caricia esencial? Para diferenciarla de la caricia simple, la que es resultado de una emoción psicológica, de un querer circunstancial, fugaz, sin historia.
La caricia emoción no envuelve a toda la persona. En cambio, la caricia es esencial cuando se transforma en una actitud, en un modo de ser que califica a la persona en su totalidad, en su psique, en su pensamiento, en su voluntad, en la interioridad, en las relaciones.
El órgano de la caricia es, fundamentalmente, la mano: la mano que toca, la mano que acaricia, la mano que establece relación y que saluda, la mano que da calor, la mano que trae quietud, la mano que señala camino. Toda la persona a través de la mano…, y por la mano revela
un modo de ser cariñoso. La caricia toca lo profundo del ser humano, allí donde se sitúa su centro personal.
Para que la caricia sea verdaderamente esencial necesitamos cultivar el Yo profundo, que busca lo más íntimo y verdadero en nosotros, y no solo el ego superficial de la conciencia, siempre llena de preocupaciones cotidianas.
La caricia que emerge del centro –del alma, pues- produce reposo, integración y confianza. De ahí su sentido.
Al acariciar al niño, la madre le comunica con ternura la experiencia más orientadora que existe: la confianza fundamental en la bondad de la vida; la confianza de que, en el fondo, a pesar de tantas distorsiones, todo tiene sentido; la confianza de que la paz no es un sueño, es la realidad más verdadera; la confianza de la acogida en el grandiosidad de la vida eterna.
Al igual que la ternura, la caricia exige total generosidad, respeto del otro y renuncia a cualquier otra intención que no sea la de querer bien y amar en paz. No es un roce de pieles, no es el frotamiento de carnes, sino una entrega de cariño y de amor a través de la mano y de la piel, piel que es nuestro yo concreto.
El afecto no existe sin la caricia, la ternura y el cuidado.
Así como la estrella tiene que tener un aura para brillar, de igual manera el afecto necesita la caricia para sobrevivir.
La caricia de la piel, del pelo, de las manos, de la cara, de los hombros, de la intimidad sexual hace concreto el afecto y el amor.
La calidad de la caricia impide que el afecto sea mentiroso, falso o dudoso.
La caricia esencial es leve como el entreabrir suave de una puerta, ligera como la brisa serena de Guaymas, envolvente como el río Lerma cuando a su paso acaricia a La piedad.
Jamás hay caricia en la violencia de azotar puertas y ventanas, es decir, en la invasión de la intimidad de la persona, ni siquiera cuando a alguien lo queremos hacer feliz a fuerzas, ni a nuestros hijos, porque la felicidad impuesta no es felicidad, mucho menos cuando una persona le encarga a otra su felicidad, tontería típica de los novios. -Hazme feliz -dice la chica ingenua.
Como todo, la mano no es buena ni mala sino sólo en función de cómo se utilice.
La mano también puede frenar, golpear, agarrar.
Con todo y eso, no hay parte del cuerpo humano que exprese mejor caricia.
Ni siquiera los ojos porque no están hechos para el tacto, aunque acaricien de otro modo.
Lo que está pasando ahora en México y en el mundo, visto más culturalmente, es que la mano agarra como durante los últimos siglos se le ha enseñado en la llamada modernidad: utilizar la voluntad para agarrar, poseer y dominar, incluida la naturaleza.
Hay que recordar cómo país y nuestro continente fue agarrado y saqueado por la invasión militar depredadora y cómo unas etnias de pueblos originarios agarraban a otras para depredarlas sin misericordia.
La invasión agarradora vino de Europa, también fue a África y a China y anda rondando la Luna y Marte.
Hoy la 4T en México agarra a la república democrática de México, le atenaza sus libertades y derechos políticos, y destruye a su caprichoso antojo la república democrático para entronizar el autoriatrismo.
Los modernos agarraron la naturaleza dominándola, explotando sus bienes y servicios sin ninguna consideración ni respeto a sus límites y sin darle tiempo de reposo para que pueda reproducirse.
Hoy recogemos los frutos envenenados de esta práctica sin ningún tipo de cuidado y ausente de todo sentimiento de caricia hacia lo que vive y es vulnerable. Nos depredamos y erosionamos con el agave, por ejemplo.
Agarrar es expresión de poder, de manipulación, de ajustar al otro a fuerzas a mi modo de ser. Así destruimos el río Lerma, manipulándolo según los arreglos que convienen a la nueva diosa: la ganancia.
Si miramos bien, no ha ocurrido una mundialización respetando las culturas en su rica diversidad.
Lo que ha ocurrido ha sido la occidentalización del mundo. Y en su forma más pedestre: una hamburguerización del estilo de vida norteamericano impuesto en todos los rincones del planeta con su música promotora del consumismo, del delito y de la intoxicación.
Incluso en la política, estamos vueltos locos por imitar el sistema oligárquico de partidos norteamericano y europeo, cuando no queremos aceptar que están tan podridos allá como acá, y que no son útiles a la sociedad. Ahí está el caso de muchos municipios, agarrados por la mano de los partidos, sin querer ser acariciados por los ciudadanos.
La mano que acaricia representa la alternativa necesaria: el modo de ser cuidadoso, pues “la caricia es una mano revestida de paciencia que toca sin herir y suelta, para permitir la movilidad del ser con el que entramos en contacto” (Restrepo).
En los días actuales es urgente rescatar en los seres humanos la dimensión de la caricia esencial. Ella está dentro de todos nosotros, aunque encubierta por una gruesa capa de materialismo, deodio desde el poder, de errores con los que hemos lastimado incluso a los que queremos, de consumismo y de vanalidades.
Creámoslo: la caricia esencial nos devuelve nuestra humanidad perdida.
En su mejor sentido refuerza también el precepto ético más universal: tratar humanamente a cada ser humano.
¿Y cómo eso?, preguntará alguien.
Con comprensión, con acogida, con compasión, con cuidado y con la caricia esencial: la concordia.
Se trata de que cuando muramos podamos decirle a la vida con el gozo que da la conciencia tranquila: ¡Estamos a mano!
¡Manos a la obra!