Por: Rafael Ayala Villalobos
Hoy 15 de septiembre de 2023 cerca de mi casa unos albañiles, entre palada y palada, escuchan a todo volumen la canción “Me olvidé de vivir”, de Julio Iglesias. Uno de ellos la canta a todo pulmón.
Con ella el autor expresa su necesidad de ganar, de gozar, de triunfar, de poseerlo todo y probar de todo… se olvida de vivir, ¡nada menos que de lo más importante!
Entonces me llegan los zarpazos de la nostalgia con recuerdos de mi niñez y adolescencia. Como un remolino interno me remecen canciones y lugares, personas, objetos y anécdotas de tiempos idos y siento miedo. Miedo es de lo que tengo más miedo, porque sobrepasa en aspereza cualquier otra prueba de la vida.
No es miedo a la muerte por sí misma sino a ya no tener tiempo por delante, miedo a no saber lo que sucederá con el país y miedo al miedo de los que me conocen.
Viene a mi mente lo que me dijo mi amigo Neracio un día cuando estuvo enfermo de cáncer, al que sobrevivió: “Yo no debo permitir que el pánico en la mirada ajena me reduzca a mi enfermedad como si solo eso hubiera hecho en la vida”. Y me animo.
Saco del clóset mi caja de cartón en la que tengo cientos de fotografías de antaño. Empiezo con una mía en blanco y negro: bonito, encueradito, de 8 meses, boca arriba sobre una zalea de borrego; advierto que desde entonces ya calzaba grande, y no me refiero a los pies.
En esta otra fotografía aparecen, jovencísimas y hermosas, mi mamá Tere Villalobos y mi tía Tere Ayala en la cascada El Salto.
En otra estoy en la clase de charrería de los jueves en el Lienzo Charro de La Piedad, en la que veo a don Benjamín Álvarez y a don Paco Romero y a don Vicente Morales, charros ejemplares, hombres a cabalidad de esos que había antes, aún en los sesentas del siglo anterior. Don Benjamín, dueño entonces de la Tintorería Patricia, guardó amistad con mi abuelo Francisco Villalobos Mendoza.
Entonces pienso que pocas cosas de verdad importan y que no hay que olvidarnos de vivir bien. No del buen vivir, eso es otra cosa, sino de vivir bien.
Divago entre foto y foto; unas me dan risa, otras me humedecen los ojos y estrujan la garganta.
Llegan a mi memoria recuerdos de dos cantinas: la de don Toño López, por Colón con sus patitas en vinagre y La Luz Eléctrica entre 16 de Septiembre e Hidalgo, del señor Becerra.
Como si fuera ayer recuerdo El Club Social y su cantina al fondo, donde ahora está la tienda Milano en el portal Abasolo. También me acuerdo de la exquisita cantina Acá Nomás de don Benjamín Herrera, por el bulevar Lázaro Cárdenas, la muy tormentosa Vetarros Pásenle a los Tarros donde una vez presencié un homicidio y las que se llamaban Mi Oficina y Mi Trabajo.
Recuerdo la peluquería siempre limpia de don Luis Soria por la calle conocida como Colón, asi como la festiva peluquería de los hermanos Celis, a quienes de cariño les decían Los Capiris, afuerita de los baños públicos El Manantial por Hidalgo.
Como si fuera ayer veo en mi mente la joyería y relojería de don Otoniel Bribiesca y el estudio fotográfico Foto Set, del muy respetado don Jesús Castillo Zamora, ambos por la calle Ocampo, abajito de la tienda de telas de don Rafaelito Pérez.
Recuerdo bien la tienda de abarrotes de los hermanos Rincón en la esquina de Matamoros y Madero llamada El Negro donde compré mis primeros puros. Había una tienda de abarrotes llamada La Dama de las camelias, por Matamoros esquina con Santos Degollado donde siempre había algarabía.
Otra abarrotera estaba en Belisario Domínguez y Mina: El Gato Negro, y en Mariano Jiménez y 5 de Mayo la muy popular Ancá Pacas, o por lo menos así se le conocía, de don Rafael Rodríguez, en la que vendían bebidas fortificadas con alcohol de una y hasta de tres cuadras según donde el parroquiano quisiera caer de ebrio.
Por cierto, tiendas similares eran las de los hermanos Calderón en Aquiles Serdán, o la denominada Abarrotes del Centro del señor Ramón Galván, o la muy concurrida de don Manolo Quiroz.
Recuerdo el Colegio América de mi tía la Maestra Luz Heredia Villalobos, por la avenida Hidalgo; la primaria Cabadas que se construyó en un terreno que era de la parroquia del Señor de La Piedad; el kínder María Elena Chanes con su directora Maestra Severa por la callejuela Nicolás Bravo; el Colegio Lasallista Vasco de Quiroga por
Matamoros; el Colón, de puros varones, también por la Hidalgo, la pequeña escuela de la maestra Crucita por la calle Mina.
Cómo no acordarme de la tienda El Pollito en el portal Abasolo donde expendían de todo, incluso sabios consejos de don Apolonio Guízar siempre amable y simpático.
Recuerdo que el respetado doctor Fermín Mojica, ubicado por la calle Hidalgo, atendió el parto de mi mamá cuando nací y ya crecidito me llevaban con el gran pediatra doctor Enríque Cárdenas Fajardo. Ambos muy profesionales, queridos y humanistas.
Por cierto que tuve la fortuna años más tarde, de presenciar rudas pero cariñosas conversaciones de éstos dos médicos de cuerpos y almas con el doctor Marco Antonio Aviña Martínez. Los tres eran muy amigos.
En ese tiempo se usaban pantalones Edoardos, Topeka y Ray Tom, y para los de clase alta Levi’s. Manchester y Arrow eran las marcas de las camisas. Una publicidad decía: “Hasta que usé una Manchester me sentí agusto” en la que salía Mauricio Garcés, galán mujeriego de moda.
Los muy ricos, profesionistas y banqueros procuraban ropa de Roberts y High Life que había en el primer centro comercial de América Latina y que fue Plaza del Sol, en Guadalajara. Los sastres más famosos eran don Francisco Vargas, de Numarán, y el señor Alcántara. Mi abuelo Francisco Villalobos hacía trajes de charro, por Guerrero.
Los zapatos mejores eran Duque de Milano, Domit y Florsheim, aunque pasaban los Bostonianos de la marca Canadá. Los jovenzuelos buscaban Hush Puppies, Flexi o ya de perdida Blasito, Sandak o El Taconazo Popis. Para las clases de deportes los tenis eran Panam o Puma y ya empezaban a llegar del gabacho los Converse.
Los ricos compraban automóviles de la Ford como Galaxie y Mustang; de la General Motors, Impala; en tanto que de la Chrysler los Mónaco y Barracuda; y de la American Motors los Javelin y Classic.
Muy pocas mujeres y jóvenes manejaban coche y preferían Rambler, Opel Fiera, Renault y Volkswagen; también la clase media.
Ah, pero cuando los jóvenes empezaron a conducir auto, como no había moteles, iban con su novia o amiga en coche al socavón de una mina de tepetate que está rumbo a Yurécuaro, testigo mudo del romance y erotismo de quienes cobijaban con el manto de la noche sus urgencias y apetitos. Si ese socavón hablara…
Otros preferían ir a hurtadillas a las cabañas del Motel Cerro Grande, de don José Arroyo, o al Motel San José de la familia Martínez Martell, junto al restorán Señorial a donde llegaban los autobuses Tres Estrellas de Oro y Estrella Blanca. Los Autobuses La Piedad tenían su terminal en donde ahora está la excelente Optica Yaval, del doctor Licea, por Mariano Jiménez.
Los perfumes más buscados eran Brut, Paco Rabanne, English Leather y hasta en tiendas de abarrotes vendían Old Spice, Yardley y Jockey Club, donde también se encontraban navajas para rasurar Gillette, fija-pelo Polans y brillantina Wildrott.
Se usaba mucho fumar todo el santo día y en cualquier lugar y nadie se molestaba. Los cigarros eran Raleigh, Winston, Baronet, del Prado o Fiesta, los de menos recursos compraban delicados, Faros o Carmencitas. Ya luego llegó la infaltable marihuana y los muy vaqueros Marlboro.
Se podía ir a tomar tranquilamente una o más copas al Bar del Hotel Imperial o al del Hotel San Sebastián, al restaurante Del Portal, a Las Patitas de don Leoba, al Bar del Motel Cerro Grande o al del Motel Apache por la salida a Guadalajara y con algo de suerte podía disfrutarse la buena música de Carlos Fernández.
Ya no tan tranquilamente uno podía ir a ingerir bebidas etílicas y hacer algo más a los famosísimos prostíbulos de la Zona de Tolerancia en el callejón Cuauhtémoc y Zaragoza. El Bebe y Vete y La Güera eran muy visitados por los señores que disfrutaron del boom de la porcicultura. Ahí trabajaban con gran alegría y ahínco las muchachas venidas de otras partes y algunas de La Piedad para acabalar el gasto. Era donde los jovenzuelos hacían su “primera comunión”, muchas veces llevados por sus papás, “pá que se vaya haciendo hombre”, decían.
Recuerdo que en un tugurio de esos hacíamos de noche las reuniones de directivos de un partido político que estaba prohibido, para evitar sospechas y escondernos de la temida Dirección Federal de Seguridad de la Secretaría de Gobernación. Luego les platico de esto.
Las golosinas dulces costaban 2 por $0.05 pesos, los chocolates Carlos V valían $0.50, los Gansitos Marinela $0.80, la Coca-Cola chica de vidrio 35 centavos, la mediana 45, la cerveza Carta Blanca $0.90 y la Superior $1.00. Los tequilas preferidos eran Cazadores y Tapatío. Las cervezas empezaban a llegar en lata que no era de aluminio.
Las mueblerías vendían televisiones Phillips, Majestic, Philco y ya luego Telefunken. Los triciclos Apache eran de pedales muy resistentes, había yoyos Duncan, juguetes Ara; asimismo juguetes Lilí para niñas y Ledy para niños, otros eran de una marca medio comunista: Plastimarx; había bicicletas Apache y juegos de laboratorio Mialegría. La tienda famosa de artículos deportivos era Deportes Raf, por Juan Álvarez, de la familia Álvarez.
El locutor de fútbol más famoso a nivel nacional era Ángel Fernández y a nivel regional el piedadense Ramón Zambrano, locutor estrella de la radiodifusora XELC y socorrido maestro de ceremonias en actos cívicos del Ayuntamiento.
Para bailar los chavos iban a El Club Social a disfrutar de tremendas y bullangueras tertulias dominicales organizadas por el empresario José, Pepe, Bribiesca. A El Campanario acudían los de clase media y alta quienes gustaban más de las canciones pop en inglés. Ahí actuaba un grupo estudiantil llamado Fase 5 y La Chumina, siempre de grato recuerdo, tocaba la batería como nadie en La Piedad. Ya luego aparecieron los salones El Árabe y el Bola 8.
Veo una fotografía con el color desteñido por el tiempo en donde estoy en mi mesa casera para hacer la tarea escolar, puedo ver mi juego de geometría Baco, mis cuadernos Scribe y los del Colegio Vasco de Quiroga fabricados en Puebla, los colores Vividel, un lápiz Mirado y una pluma elegante Parker que me regaló mi padrino de primera comunión, mi primo hermano Agustín Ayala Sanfilippo que viniera por ese motivo desde Córdoba.
Recuerdo que compró su corbata en la elegante tienda La Alfonsina de don Luis Ortíz, donde se vendían las mejores marcas, ubicada donde ahora está el Bancomer del centro, y un sombrero borsalino en la Ciudad de México, de los hermanos Aguilar, en el portal “de arriba” donde ahora está la farmacia ISSEG. Ahí uno podía encontrar casimires y camisas de los mejores.
Para las mujeres había una tienda llamada La Caperucita, de las hermanas Alejandre, con ropa femenina de alta moda y gran calidad.
Guardo las fotos en la caja. Inhalo y exhalo, seco mis ojos.
Pienso que no nos debemos de olvidar de vivir a plenitud en cada instante porque cuando uno cumple años, erróneamente cree que “tiene” tantos más cuantos años.
Es lo contrario: esos años ya vividos son precisamente los que uno ya no tiene.
Y los que supuestamente le faltan por vivir a uno son inciertos.
Así que el pasado ya no existe y el futuro aún no llega.
Lo único real es el instante presente.
¿Para qué echarlo a perder?
Y es que no se sabe cuándo al Mero Patrón se le ocurra llamarnos.
Así que ¡Viva México!, pero no nos olvidemos de vivir bien.
Paz y bien.
Sean felices.