Por: Rafael Ayala Villalobos
Sucedió así: Nora era una piedadense joven, idealista ella, que intentó hacerse monja en Puebla. No lo logró y ni siquiera aprendió a hacer rompope, pero sostuvo su idealismo cristiano; quería cambiar el mundo injusto a punta de oraciones hasta que comprendió que a veces Dios se distrae y necesita que le ayudemos con la práctica cristiana.
Así que ni tarda ni perezosa, en plena dictadura militar guatemalteca en los años setenta, se fue a ese país, se sumó como voluntaria a un plan de alfabetización y catequesis con orientación evangélica preferencial por los pobres y los oprimidos. El gobierno era uno de los patrocinadores junto con organismos de la sociedad civil.
«Era un grupo de jóvenes que no alcanzaban a ver lo que pasaba en las cárceles, seducidos por las promesas de progreso que les hacían los militares», me dice Susana García, su hija que se jubiló en el 2011 como directora de una escuela, por cierto, es un caso de esos en los que los piedadenses triunfan en otras partes.
Era el tiempo del presidente-dictador Kjell Eugenio Laugerud García, más o menos aceptado por la gente, sobre todo por su buen desempeño para auxiliar a la población luego del tremendo terremoto del 4 de febrero de 1976, hasta que su ejército mató cientos de campesinos en la masacre de Panzós, lo que aprovechó su rival político, el general Romeo Lucas García para hacerse del poder.
“Entonces la tasa de analfabetismo de Guatemala, y en especial en la zona del Petén, era enorme: más de un tercio de la población no sabía leer ni escribir”, me platica Susana.
Nora se inscribió en un curso rápido de capacitación para alfabetizadores, y al cabo de una semana tenía requetebien aprendidos los manuales de profesor y alumno con los cuales emprender la tarea.
En agosto de ese año le asignaron un grupo de mujeres a las que debía enseñarles a leer y escribir. En las mañanas eran las clases en un portalito de tejas rodeado de vástagos y otras matas exuberantes que mitigaban el sofocón del calor y la escuela estaba más al oriente, a la salida del pueblo. Le dieron cuatro meses para cumplir con la meta.
Ella, una muchachita criada a la orilla del río Lerma, exalumna de la maestra Crucita en La Piedad, llena de sueños, se enfrentó a un manojo florido de 15 mujeres de mediana edad: se encontró con 15 señoras humildes, muy tímidas pero muy risueñas, “con la mirada de sumisión que tantas veces he visto a lo largo de mi vida por acá” -me dice Susana-. “Gente que cree ser menos que uno, que cree que por no tener dinero o educación, tampoco tiene valor. Gente a la que nosotros, los del poder, marcamos de un modo cruel, convenciéndolas de su poco valor –agrega-“.
Las 15 mujeres se presentaron un lunes a las tres de la tarde dispuestas a aprender. Casi todas ellas eran “sirvientas de las casas de lujo, y solo una les había contado a sus patrones que no sabía leer». Habían encontrado una manera de tomar el camión correcto, de hacer las compras del mandado aprendiéndose de memora las etiquetas, de pedir a otros que les escribieran o leyeran lo muy indispensable, pero su
analfabetismo –y su instinto- las hacía pensar que tarde o temprano enfrentarían dificultades en el trabajo y en la vida que no podrían superar. El curso contemplaba clases de dos horas tres veces a la semana, y aunque a Nora le habían dicho que las clases debían ser laicas, ella las ponía a rezar un Padrenuestro, un Ave María y un Gloria al Padre al iniciar la clase.
En la primera clase, Nora se dio cuenta de una dificultad para la cual no se había preparado: «Ninguna de ellas sabía coger un lápiz y hacer la exacta presión para poder diseñar las letras. ¿Cómo les iba a enseñar el ma-me-mi-mo-mu y el mi-ma-má-me-mi-ma, si no tenían habilidad para manipular un lápiz?», me dice Susana.
Trazar las letras fue apenas el primer problema. Nora se esforzó en enseñar un grupo de letras del abecedario, y a la semana siguiente revisaba que todas la habían olvidado por completo. Al cabo de un mes de trabajo, estaban donde mismo habían empezado, en el punto cero. “Miraba a las señoras que la tenían como su maestra, llenas de esperanza, y le daban ganas de correr avergonzada” –me sigue platicando su hija Susana-.
Un día, en plena temporada de lluvias y huracanes que tanto afectan ésta zona, llegó Domitila con un libro de recetas de cocina y con un gesto de desesperación y angustia, sacudiéndose el lodo de las alpargatas, les dijo que su patrona le había ordenado que preparara un postre, un “flan de Nápoles”, y ella no se había atrevido a confesarle que no sabía leer. Sus compañeras pelaron los ojos en silencio.
Domitila le rogó a Nora que la ayudara, y Nora, que no sabía cocer un huevo duro, quiso huir del lugar otra vez. De pronto las mujeres rodearon al libro de cocina y entonces se produjo la magia. Nora empezó a leer la receta del flan napolitano con nuez y Domitila tradujo lo que escuchaba en dibujos: 12 yemas de huevo se convirtieron en 12 óvalos amarillos y tres rayitas café representaron las tres rajas de canela, y así fue como encontraron un primer lenguaje a través del cual las mujeres pudieran ir leyendo la receta del flan y muchas otras más.
El curso de lectura se convirtió desde ese momento en un curso de cocina a través del cual se aprendía a leer y escribir: «Todo tuvo sentido: las letras, el baño maría, los chiles pasilla tatemados, las sílabas, los trociscos de pescado encurtidos en limón para el ceviche, los acentos, el puré de tomate sofrito, la alquimia de la gastronomía, la alegría y la fuerza de ese grupo de mujeres hermanado por la sopa de letras, el suave placer de ir descubriendo algo nuevo saboreándolo y oliéndolo por anticipado.
“Mi mamá me decía que en su vida nunca la había pasado tan bien y que nunca se había sentido tan útil como en esas tardes lluviosas con esas señoras compartiendo letras en sopas de amor”, recuerda Susana, frente a la tumba de su madre a donde la acompañé para rendirle honores.
A principios de noviembre de aquél año, a Nora le quitaron la vesícula mediante un enorme tajo desde el abdomen hasta la espalda y esa semana no pudo ir a clases. La operaron un lunes en un hospital del gobierno, uno de esos hospitales donde las visitas son restringidas. «Al día siguiente vio desfilar por su cama a todas sus alumnas, que de alguna forma habían burlado a los guardias y le llevaron, cada una, un manjar celestial preparado por ellas a partir de una receta del libro decocina que habían usado como manual de alfabetización. Aunque no se los comió, nunca olvidó esa emoción”, platica Susana.
Aprendió en ese momento que el magisterio es un oficio maravilloso y que el intercambio de aprendizaje es para toda la vida, independiente de quiénes son los alumnos y quiénes los profesores, porque todos aprendemos de todos. Sus señoras aprendieron a leer. Fueron de las pocas realmente alfabetizadas por el programa. Una de ellas, Maritere, años después fue alcaldesa, pero la mataron por órdenes de los caciques. Todas, además, aprendieron a cocinar».
Cuando fui a ver a Susana le llevé tres kilos de carnitas de La Piedad. Primero conseguí un bote de hoja de lata, luego fui metiendo las carnitas revolviéndolas en manteca para que se conservaran; al bote, al llenarse completamente, bien apretadito, le soldé la tapa. Llegaron exquisitas y aromáticas. Nunca me perdonaría que no le llevara manjares de la tierra de su madre.