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UNO PAGÓ POR TODOS

Por: Rafael Ayala Villalobos

Llego a la sala y ¡zaz!, ahí está doña Meche, una señora ya entrada en años y en carnes que me ha acompañado en los últimos tiempos aunque con largas interrupciones; están con ella cuatro señoras del barrio, entre ellas doña Margolia, una rica venida a menos pero que se quedó en el avión y no suelta ni sus ínfulas ni a su gata de angora Pirruña, gruñona, remilgosa y sangrona como su dueña.


-¡Caray! –exclamo al verlas despaturradas a sus anchas en la sala viendo la televisión.
-¡No alegue y véngase a ver la película “La pasión de Cristo”, de Mel Gibson! –me ordena doña Meche con voz brusca como suele hacerlo- y cuando se acabe le doy su cena, unos sopes de chicharrón. “!Queee se siente, queee se siente…!”, gritan a coro las damas.

A doña meche le ha dado por ver películas biográficas de santos, las busca como perro sabueso en YouTube y fiel a su costumbre prende velas e incienso, hace palomitas e invita al vecindario. Esta semana vieron las de San Martín de Porres, San Agustín y Santa Rita, también las de San Pablo de Tarso, María Goretti y Los Dos Papas (muy recomendable), amén de varios documentales y todo lo que puede en el canal televisivo de María Visión. No sé cómo le hace doña Meche para barrer, sacudir, trapear, lavar ropa y plancharla, todo en una hora. Con decirles que por veloz le sugerí que se fuera a contratar en los juegos olímpicos. Lo que busca es que le quede tiempo para ver sus películas cristianas.

Aunque siendo objetivos hay que decir que como los tiempos ya cambiaron ahora se pueden fregar los trastes en una máquina y no es lo mismo enchufar la licuadora que estar moliendo en el molcajete toda la santa mañana, ni es igual conectar la lavadora que sobarse el lomo sobre un lavadero como hacía mi santa madre.

Obediente que soy, me siento y de inmediato la gata Pirruña salta contra mí, enojada o algo por el estilo, me araña el pantalón a la altura del tobillo e intenta morderme. Doña Margolia la reprende: “Mi amor, deja en paz al señor, vente conmigo”. La maldita gata voltea, la ve y regresa meneándose a su regazo.

No tenía ni diez minutos viendo la película “La Pasión de Cristo!”, cuando recordé una de las películas más famosas de Steven Spielberg: “El último emperador” en la que se pueden ver las costumbres de algunos de los pueblos orientales y la educación que reciben los niños de la nobleza. Cuando el emperador, un niño de nueve años, se portaba mal, hacía una travesura o se equivocaba, enseguida castigaban a un súbdito: le pegaban a uno de sus siervos porque la maldad no podía quedar sin castigo y al mismo tiempo no podían disciplinar al emperador.

Creo que no es un buen método pedagógico eso, pero el hecho es que los sirvientes recibían los azotes y el emperador seguía mondo y lirondo. Así qué fácil es vivir: yo cometo algo malo y tú recibes los chicotazos.

¿Pero saben qué, lectora, lector queridos? Hubo un señor que hizo todo lo contrario. El era el Emperador con mayúsculas, y aceptó el castigo que todos sus súbditos tendrían que haber recibido. A pesar de no haber hecho nunca nada malo recibió el castigo que todos sus súbditos merecían. Él quiso sufrir el castigo por las maldades de todos, niños y adultos, y llevó él mismo las enfermedades y el dolor de todos. ¿Saben de quién hablo? Les daré otra pista.
Mel Gibson fue el director de la famosa película “La Pasión de Cristo”. A pesar de ser uno de los actores más famosos de los últimos años, no quiso aparecer en su propia película como se lo pedían, excepto en un detalle: el primer plano de su mano colocando el primer clavo en la mano de Jesús al ser clavado en la cruz. Luego Mel dijo que quiso enseñar a todos que él mismo fue uno de los responsables de la muerte de Cristo. “Él se sacrificó por todos nosotros, por nuestros pecados pasados y futuros” dijo el director en la presentación de su estupenda película. “Y yo fui uno de los culpables de su muerte”, agregó.
Sólo Cristo, Rey de reyes soportó voluntariamente el castigo para que nosotros, tú y yo, tuviéramos paz.

Él conoce a detalle lo que sentimos y los bullicios de nuestro corazón, porque aceptó ese dolor voluntariamente, y a pesar de eso, a veces nos atrevemos a levantar nuestra mano contra Él para volverlo a clavar en la cruz.

¿Te ha pasado que sufres y no sabes porqué? En ese momento no te sirve ningún consuelo, nadie se puede quedar junto a ti permanentemente. No hay Tafil, ni Clonazepam, ni yoga, ni filosofías orientales, ni psicología que te alcancen a ayudar. Sientes mucha tristeza en tu alma y no sabes qué hacer, te deprimes, te llenas de ansiedad y desasosiego. Nadie te comprende.

Solo Jesucristo sabe lo que hay dentro de ti. La Biblia dice que Cristo llevó nuestro dolor, a pesar de que seamos nosotros los culpables. Su amor por la humanidad lo sostuvo cuando ocupó nuestro lugar. Tu lugar.

En esa reflexión estoy cuando otra vez la gata Pirruña se abalanza contra mis tobillos blandiendo arañazos. “!Doña Margolia, recoja su gata!”. “Pues mire, señor, el remedio es que usted mantenga las piernas bien abiertas y si es posible con los pies debajo del asiento”.
Esta es la primera vez que una mujer me pide que abra yo las piernas, pero acato la orden.

– Así merito. Y no se apene porque las de aquí ya lo conocemos y nadie más vendrá. De otro modo a mi Pirruña le daría un ataque de nervios.
– Yo creí que ya le había dado…
– ¡N’ombre! –alega la doña ex-rica sobando a la gata sangrona con sus manos gordinflonas y anilladas-. Cuando de veras se pone nerviosa y casi le da un ataque, la tenemos que llevar al psicólogo veterinario a Guadalajara, ¿verdad que sí, mi amor?

La gata descarada maúlla como niña chiqueada y se me queda viendo burlonamente mientras yo sigo sentado abierto de piernas, exhibiendo mi panza, con los pies bajo el sillón como si me estuviera entrenando para salir de Buda en excusado en alguna obra de teatro.

Sean felices.