Por: Rafael Ayala Villalobos
Lectora, lector queridos, les cuento que me acuerdo que desde 1994 inició la discusión sobre la sobrerrepresentación legislativa, esa que ahorita anda de moda.
El PRD le puso el cascabel al gato y luego de muchas luchas en 1996 se logró introducir la cláusula de gobernabilidad del 8 por ciento como límite de diputaciones extras al partido o coalición que ganara la mayoría a fin de que no se despachara con la cuchara grande.
O sea que la sobrerrepresentación es legal y es constitucional, pero siempre y cuando ningún partido o coalición tenga más de 300 diputados ni más del 8 por ciento adicional de curules.
Lo anterior con la intención del legislador de que ningún partido o conjunto de partidos pudieran modificar la Constitución, como, por ejemplo, para cambiar de régimen por sí solos, teniendo que consensarlo con los partidos minoritarios, en abono a la estabilidad y a la conservación y mejoramiento de la República democrática.
En los noventas del siglo pasado el PRD se quejaba de que el PRI creaba mayorías artificiales, no concordantes con la pluralidad y la realidad política del país. Lo que proponían no solo el PRD sino muchos otros actores políticos y académicos y sobre todo los ciudadanos era que se construyera un sistema electoral que tradujera los votos de las urnas en diputaciones y senadurías lo más justa y equitativamente posible.
Sucedió lo que tenía que suceder cuando hay concentración del poder: el partido dominante de ese tiempo abusó de la sobrerrepresentación. Por eso ahora algunos quieren justificar que se vuelva a abusar de ella, haciendo fraude a la Constitución; “así se hacía”, sostienen, con lo que confirman que los de ahora son iguales o peores que los de antes, porque por lo menos los de antes nunca prometieron ser mejores y que cuando “lucharon” por la democracia, estaban fingiendo. No todos, por supuesto.
En los Estados modernos y democráticos las modificaciones a la Constitución se alcanzan mediante amplios acuerdos entre todas las fuerzas políticas. Esto no sucede cuando un partido o coalición de partidos obtienen dos terceras partes de la votación, algo que, en México, el 2 de junio pasado, no sucedió.
El electorado le dio a la coalición ganadora la mayoría simple, pero no la calificada, necesaria para hacer cambios a la Constitución. Sin embargo, el oficialismo pretende que la oposición que obtuvo el 46 % de los votos, solo tenga 26 % de las curules.
Para comprender mejor la desproporción del atentado en ciernes recordemos que de cada 10 personas que fueron a votar el 2 de junio, 6 lo hicieron por Morena y sus aliados, pero que también 4 de cada 10 votaron por otras opciones.
En cambio, el oficialismo quiere agandallarse el 75 % de diputaciones y el 60 % de senadurías con solo el 54 % de la votación. Por ningún lado cuadran las cuentas y legal no es ya que viola la intención del legislador de que ninguna fuerza política pudiera por sí sola cambiar la Constitución ya que, como se sabe, las mayorías son transitorias por temporales.
Es falso que la gente votó para que el nuevo gobierno pudiera cambiar la Constitución y de régimen y es mentira que los votos hayan sido para que pudiera construir la segunda etapa o el segundo piso de la llamada cuarta transformación. Lo anterior quiere confundir y desanimar.
La mayoría no entiende en qué consiste eso del segundo piso e ignora que los pasos que el oficialismo va dando es en la dirección de edificar una dictadura, un militarismo, una autocracia. Pocos entienden lo que es una mayoría calificada en las Cámaras, tampoco saben bien de qué se tratan las modificaciones constitucionales.
El requisito o candado de la mayoría calificada de 66 por ciento es para que ninguna fuerza política por sí sola o con sus aliados hagan cambios a la Constitución.
En el fondo, el lío actual es que con el 54 por ciento de los votos ganados el oficialismo quiere agandallarse el 74 por ciento de las 500 diputaciones, o sea, más del doble del 8 por ciento permitido por la Constitución.
La reforma de 1996 que estableció la sobrerrepresentación permitió mediante artimañas interpretativas, que partidos satélites como el PT o el Verde sobrevivieran.
Usted recordará que los partidos coaligados aparecían en la boleta electoral bajo un mismo emblema, entonces era imposible saber cuántos votos obtenía cada uno de los partidos. Esta situación dio margen a los partidos satélites o acólitos para aprovecharse y negociar su registro con todo y sus dineros, llamadas prerrogativas, con la condición de ir en coalición con alguno de los partidos dominantes.
Esto dio pie a que en 2007 se obligara a los partidos mediante otra reforma política, para que en lo sucesivo fueran por separados en la boleta, pero nunca se precisó que la sobrerrepresentación aplicaba por parejo a coaliciones y a los partidos, como sí se anotó así en la legislación electoral original de 1996. Algunos dicen que se trata de una omisión, otros que no había necesidad de mencionar nada puesto que los que se coaligan son partidos y se da por sentado que al hablar de partidos se habla de coaliciones y viceversa..
Así, las coaliciones que ganaban empezaron a traficar con votos y curules, como si fueran mercancías, prostituyendo y traicionando el voto de la ciudadanía. Un caso: el Partido Verde: obtuvo el quinto lugar con 8 por ciento de votos y pretenden arbitrariamente que tenga más diputaciones que el PAN, que quedó en segundo lugar con más del doble de votos. Otro ejemplo: el Partido del Trabajo no ganó ni una diputación y con el 5 por ciento de los votos, quiere para sí el doble de curules que Movimiento Ciudadano que ganó el doble de votos.
El Artículo 54 de la Constitución que establece la sobrerrepresentación no debe interpretarse en forma literal o letrista, sino históricamente, esto es contextualmente, en su sentido original de acuerdo a la intención del legislador.
También debe interpretarse en forma sistemática y funcional, esto es en congruencia con las demás disposiciones constitucionales, tratando de que la democracia representativa funcione.
Otra forma de interpretarla de acuerdo a la ciencia del derecho es teleológica, o sea, en función de sus fines y propósito mayor.
Otra forma más es la garantista, respetando los derechos políticos de las minorías y del ciudadano, considerando derechos y conceptos básicos como el de “un hombre, un voto”, o sea que todos los votos valgan iguales. Cualquier estudiante de derecho lo sabe.
El sentido común orienta a que no es proporcional ni equitativo deformar el voto y la votación en su conjunto por más que algunos aleguen que los fines sean justos, que no lo son.
Fingir, para llevar la fiesta en paz, que no se está queriendo tergiversar el mandato popular, alegando que urgen las reformas constitucionales que el oficialismo quiere para seguir desmantelando a la República democrática, facilitará que las fuerzas regresivas de la historia, esto es, reaccionarias, que se disfrazan de izquierda pero que no lo son, puedan pisotear el principio básico de equidad democrática: que los votos valgan lo mismo.
Al final de cuentas los que disimulan como que no pasa nada para llevar la fiesta en paz, verán que ni habrá fiesta ni habrá paz, puesto que cuando desde los malos gobiernos se cancela la utilidad del voto, los pueblos buscan otras formas de lucha.
Sean felices.