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POR UNA IGLESIA QUE CAMINE EN ASAMBLEA

Por: Rafael Ayala Villalobos

El Papa Francisco ha alentado la discusión sobre el papel de la Iglesia con respecto a la política, también sobre la necesidad de adecuar la Iglesia como institución al mundo actual, y recientemente ha propiciado la sinodalidad de la Iglesia, que caminemos juntos y dialogantes como una asamblea.


Lectora, lector queridos, les platico que luego del Concilio Ecuménico Vaticano II, los Obispos del mundo le pidieron al Papa Paulo VI en 1965 que para mantener el ambiente de asamblea y de diálogo se creara un Sínodo permanente al que convocara el Papa; lo concedió.

Fue así que el Papa Francisco convocó al Sínodo para que del 2021 a octubre de 2024 se realizaran reuniones regionales a fin de reflexionar y volver a las fuentes primeras de la Fe católica por lo que se entiende a la sinodalidad como un programa de acción.

Etimológicamente Sínodo viene del griego “syn”, juntos, y “hodos”, camino, o sea, “caminar juntos”.

Ya no una Iglesia en la que uno que sabe habla frente a muchos que ignoran y callan, sino una Iglesia dialógica y alegre, no aislada de la sociedad sino metida en la comunidad y en su realidad como agente positivo de cambio.

Hay que recordar que el Cardenal Bergoglio, al aceptar ser designado Sucesor de San Pedro, expresó su intención de llamarse Adriano, en honor al Papa Adriano I, considerado el gran reformador de la Iglesia, pero atendiendo la sugerencia de otro Cardenal amigo suyo en el sentido de que se acordara de los pobres, optó por solicitar el nombre de Francisco, inspirado en San Francisco de Asís.

Si la intención de llamarse Adriano revela su voluntad reformadora, el adoptar el nombre de Francisco, demuestra su intención de adaptar el interior de la Iglesia a los más necesitados de su exterior: los pobres.

Hay que rememorar que luego del impulso que los catecúmenos dieron al cristianismo, y gracias a la publicidad y organización que magistralmente efectuó San Pablo, en su Primer Milenio el cristianismo se basó en la comunidad.

Las Iglesias –porque eran varias- tenían ritos propios de acuerdo a su cultura y a las necesidades sociales del pueblo con el que interactuaban: la ortodoxa, la ambrosiana, la copta, la de Milán, la mozárabe en España, entre otras, asimismo tenían sus propios mártires y sus sistemas teológicos como con San Agustín que se dio en el norte de África, sin olvidar a San Cipriano y al laico teólogo Tertuliano.

Estas iglesias se reconocían y respetaban y a pesar de que en Roma ya estaba naciendo una visión más administrativa y jurídica de la Iglesia, predominaba el liderazgo en la caridad y en el amor incondicional, vaya, en el ágape.

Al entrar al Segundo Milenio la Iglesia se jerarquizó en forma de monarquía absoluta, con una cabeza poderosa, dotada de infalibilidad en cuestiones de fe y moral, basando su infalibilidad en la colegiación de los Obispos.

Fue entonces cuando se creó el Estado pontificio, con curia, ejército, sistema financiero y una legislación que incluía la pena de muerte. La organización creó un cuerpo de peritos en diversas materias, formó la Curia Romana, responsable de administrar eclesiásticamente a la Iglesia a nivel mundial.

De ahí partió la romanización de toda la cristiandad, la evangelización de América Latina, Asia y África empleando al principio la colonización llevada a cabo por los imperios.

Durante éste tiempo se implantó la cristiandad romana sobre las culturas de los pueblos y se puso acento en la separación entre el clero y los laicos, adquiriendo el primero poder sobre los segundos, a grado tal que los laicos pasaron a ser una suerte de súbditos de los primeros.

El detalle no es menor si se considera que en el primer milenio del cristianismo, los laicos participaban en la elección de los obispos y del propio Papa.

Los usos de los grandes palacios fueron imitados por sacerdotes, obispos, cardenales y papas; los títulos de poder terrenal de los emperadores romanos, comenzando por los de Papa y Sumo Pontífice, fueron adoptados por el Obispo de Roma.

Los cardenales, vistos como príncipes de la Iglesia, se vestían como la alta nobleza del renacimiento, y así siguen algunos hasta la actualidad, para incomprensión de muchos cristianos que ven a Jesucristo, el Maestro Resucitado, pobre y hombre del pueblo y con el pueblo, perseguido y redentor, torturado, ejecutado y resucitado para liberación de todos pero con dedicatoria especial a los oprimidos.

Tal parece que el Espíritu Santo, el Paráclito (la evolución de la conciencia), ha calado, y que con la renuncia del Papa Benedicto XVI se empezó a dejar atrás el modelo monárquico en un contexto de hechos tristes publicitados con saña por los enemigos del cristianismo que han afectado la credibilidad no del mensaje de la Buena Nueva, sino de la organización que la pregona, lo que ha sido aprovechado por algunos para lanzar una feroz y gran campaña de ataques y desprestigio contra el catolicismo como nunca antes en la modernidad.

Todo indica que la Iglesia iniciará su Tercer Milenio como una Iglesia comunitaria, con una amplia red de comunidades cristianas, asentadas en diferentes culturas, algunas más antiguas que la occidental como la india y japonesa, o como la africana o china, o como las comunidades originales de América Latina, sin descuidar imbuirse en las sociedades de alta tecnificación e industrialización, con fuertes economías, pero sobre todo alentando una fe vivida en pequeñas comunidades donde el sencillo pero basto concepto de parroquia cobrará mayor importancia.

No puede ser de otro modo cuando el 80 por ciento de la humanidad vive en grandes concentraciones urbanas, pero en donde las economías están organizadas para beneficio de una muy pequeña minoría.

Así, la organización de la Iglesia basada sobre todo en una división territorial, es decir en parroquias territoriales, tendrá que ser revisado y abrir la discusión sobre el concepto de comunidades de vecindad, de actividad económica, de edificios, de calles.

Se trata de un cristianismo que la jerarquía católica deberá entender y atender ya que tendrá mayor necesidad de los laicos, ligados y guiados más por la espiritualidad que por la administración, lo que tendría una ventaja: por ser laicos podrían acceder a las posiciones donde se deciden las políticas públicas, procurando la justicia, entre otras cosas, o el destino universal de los bienes, la democratización del conocimiento, de la salud, de la economía, en suma, la exaltación de la dignidad de la persona humana, contribuyendo con ello a solidificar la unión de la cadena humana y universal.

Esto implica algo difícil: la reforma de la Curia Romana, ahora debilitada, pero también la de toda la institucionalidad de la Iglesia. Ello será posible si el Papa convoca en su momento a un nuevo Concilio con representantes de toda la cristiandad, del que broten las líneas generales de reforma y de acción.

Varias señales ha dado el Papa Francisco que indican que reconoce la necesidad de armonizar lo de adentro de la Iglesia con lo de afuera, lo que lleva a enfocar el problema de la Iglesia como institución.

En la tradición cristiana, siempre ha estado presente la cuestión de si el cristianismo es o no una religión institucionalizada, en el mal sentido del término. Desde la tradición hebrea ya había dos corrientes; una, la de la institución eclesiástica, y la otra, la de los profetas.

A los profetas nadie los designaba, no pertenecían a una organización determinada, surgían del pueblo y eran reconocidos como tales, tenían un papel decisivo, participaban en asuntos políticos, en la denuncia y remediación de los males de su tiempo. Ejemplos hay muchos, hasta que en occidente, con el constatinismo, la iglesia aparece, sobre todo, como institución.

Sin embargo, la línea profética, permanece con las órdenes religiosas, a las que le dicen clero regular, que tiene una gran autonomía una vez que su líder fundador (San Benito, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, San Juan Bautista de La Salle, por citar cuatro ejemplos) propone una forma de vida espiritual y cristiana, muchas veces combatida al principio por la institución y posteriormente aceptada o tolerada.

Cabe decir que el Papa Francisco viene de una de ellas: los jesuitas, la Compañía de Jesús, lo que autoriza a decir que el Papa conoce más la línea profética que la institucional, en cierto sentido, o que está dotado de lo necesario para armonizar la línea institucional con la profética.

Es innegable que dentro de la Iglesia católica hay grandes masas que luchan por la democracia, la paz, la igualdad, la justicia social y la libertad y que por más que quieran no pueden desligar lo político de lo estrictamente religioso, porque estarían construyendo sociedades artificiales, avocadas solamente a la materialidad humana, ignorando la realidad espiritual del ser humano.

Y al revés, hay que decir que existen sectores de la Iglesia que pretenden una institución avocada solo a lo espiritual, ignorando los aspectos materiales y sociales del ser humano, que no dejan de ser circunstancia actuante; algo así como obsesionados con Dios pero olvidados de los hombres.

Los pueblos anhelan sociedades justas en las que la dignidad de la persona humana sea el centro del quehacer jurídico-político del Estado, de las políticas públicas, de la economía y la empresa, en suma, de todo el quehacer humano.

Conviene aprovechar el empuje que el Papa viene dando a la sinodalidad de la Iglesia para conversar todos, no solo los Obispos, sobre cómo los católicos podemos avanzar en la profecía de la igualdad que hora tiene una oportunidad histórica de realizarse mediante las diferentes formas de democracia participativa que los pueblos se van dando.

Los antecedentes formativos y pastorales del Papa Francisco, de vocación solidaria, lo han movido a enfatizar los contenidos de la Doctrina Social de la Iglesia, más vigentes que nunca.

Alguna vez en Buenos Aires declaró que «La esclavitud no está abolida. En esta ciudad está a la orden del día, contra los obreros y la trata de seres humanos”.

En otra ocasión, en una misa en la calle expresó algo que demuestra que reconoce la urgencia de hacer cambios estructurales a la sociedad y a la economía. Dijo: «En esta ciudad hay chicos en situación de calle, desde hace años. Hay muchos y esta ciudad fracasó y sigue fracasando en librarnos de esa esclavitud estructural que es la situación de calle. (…) Se somete a mujeres y a niñas al uso y al abuso de su cuerpo».

En cierta ocasión hizo un llamado a los argentinos a «Indignarse contra la injusticia de que el pan y el trabajo no lleguen a todos (…) Qué triste es cuando uno ve que podría alcanzar perfectamente para todos y resulta que no (…) En la vida hay muchos que jalan cada uno para su lado, como si uno pudiera tener una bendición para él solo o para un grupo. Eso no es una bendición sino una maldición”, puntualizó.

Otro día dijo que: «Los derechos humanos se violan no solo por el terrorismo, la represión, los asesinatos… sino también por la existencia de condiciones de extrema pobreza y estructuras económicas injustas que originan las grandes desigualdades».

Total, que como miembros de la Iglesia católica nos alegramos de que el Papa Francisco haya alentado la conversación, la asamblea y el caminar juntos.

Sean felices.