Por: Rafael Ayala Villalobos
En la Navidad del 2005, en Puerto Progreso, Yucatán, mi amigo Neracio me regaló un reloj de pared cuando me cambié de domicilio: sencillo y rectangular, de madera obscura, con números negros sobre un fondo amarillo triste. “Era de mi bisabuelo que trabajó de telegrafista en el porfiriato y no te regalo un reloj, te regalo tiempo”, escribió en la tarjetita dela envoltura navideña.
Quince días después de recibirlo se lo llevé a Don Balbino, el relojero del barrio, pero no pudo echarlo a andar, las manecillas no se movieron y la hora seguía siendo la misma: las 6:15, no sé si de la mañana o de la tarde.
Luego probé con un relojero afamado en La Piedad, quien después de tenerlo en su taller varios días me dijo apurado: “Nunca había sido derrotado por ningún reloj”.
Probé sacudiéndolo, le di golpecillos al vidrio garigoleado que lo cubre, un coscorrón en su madera y nada. Entre intrigado y desanimado lo colgué sobre una repisa para que, detenido a las 6:15, diera calladamente la impresión de que la hora no urge y de que el tiempo nada más no pasa, aunque la verdad es que sí pasa, porque el deber del tiempo es ése: pasar.
Algunas tardes pienso que Neracio me dio adrede un reloj mal fabricado para que el aparato cumpla una nueva tarea, desconocida hasta ese momento: dar siempre la misma hora y no fallarles a los que esperan que un reloj les dé efectivamente el tiempo suficiente para vivir vida buena antes de morir.
Esta tarde fría del domingo anterior a la Navidad del 2024, a punto de vivir en el tiempo del año entrante, con el reloj detenido mirándome a corta distancia, leo en voz alta una carta que recibí hace mucho de mi amigo Neracio sobre el cáncer desalmado que sufrió años atrás, y cómo sobrevivió a él luego de que ordenara que le quitaran la próstata conquistando así un tiempo nuevo: “Desde un principio intenté, sí no hacerme amigo de ésta palabra, cáncer, por lo menos no entrar en batalla con ella. Este cáncer no provenía de ningún brutal ataque exterior. Era yo: se había generado dentro del misterioso mundo de mis células. No me gustaba el vocabulario bélico utilizado para referirse a él –dice Neracio-: no quería luchar en contra de, ser un guerrero, vencer, destruir… Por eso, decidí tratarlo no como un enemigo, sino como un error que había que corregir. Células mías habían tomado un camino equivocado: su afán narcisista de inmortalidad amenazaba con adelantar mi muerte a costa, inútil negarlo, de grandes sacrificios”.
Neracio sintió miedo: miedo a la muerte, miedo a ya no tener tiempo por delante –y es que no lo venden ni por kilos, ni por metros, ni por litros-. Tuvo miedo a no saber lo que sucedería con su familia y con el país dentro de algún tiempo, y miedo al miedo que sentían los demás que lo rodeaban. Pero no era para vivir llorando que quiso vivir más tiempo.
Tampoco quería que la palabra cáncer lo definiera: “Yo no debo permitir que el pánico en la mirada ajena me reduzca a mi enfermedad”. Después logró deshacerse del tumor y aprendió que todo ocurre en el presente y que en el presente ahora Neracio es más Neracio que nunca, qué caray.
Cómo no sabré yo que está vivito y coleando si nos reunimos a veces a platicar y reír.
Admiro su lucidez y su risa de tenor con la que viaja a todos lados. Es un descendiente de extranjeros que escogieron México para vivir muchísimos años atrás y se quedaron para siempre en cuerpo y alma.
Un día le pediré que leamos en voz alta un trozo de los Discursos de la Década de Tito Livio, de Maquiavelo, y los ensayos de Montaigne, su autor más respetado, el que dijo: “Filosofar es aprender a morir”.
Montaigne, sobre el miedo, dijo: “Es una pasión extraña, los médicos dicen que no hay ninguna que descarrile tanto el seso. Y es que he visto gente volverse loca de miedo, incluso a los más serenos, es indudable que durante el ataque el temor engendra espejismos. El miedo es de lo que tengo más miedo, porque sobrepasa en aspereza cualquier otra prueba”.
Le he escuchado decir a mi amigo que durante y después de la enfermedad aprendió que había muy pocas cosas que de verdad importaban.
Ahora quiero llamarlo por teléfono y preguntarle lo que no alcancé anoche, cuando nos vimos para tomar un café él y una Tecate yo. “¿Cuáles son las cosas que de verdad importan, Neracio?”. Sospecho de algunas, pero me resisto a nombrarlas para no romper el hechizo de la sorpresa.
Sé que él intentará una respuesta después de soltar una carcajada sonora. Su sentido del humor, a prueba de balas melancólicas y de huracanes depresivos, será su mejor manera de empezar a contestar, más o menos: “No digo el silencio del cerro, sino la paz espiritual”. Y luego agregará: “No diré más que amor y amistad en cada momento siempre fugaz, aunque su intensidad nos lo haga parecer eterno”. También podría decir: “El tiempo es lo más precioso de la vida, es oro que si se pierde no se recupera y es, también, el padre de la verdad, que a relucir siempre la sacará”.
Neracio es fiel relector de Santo Tomas de Aquino quien acerca del tiempo escribió: “Con el tiempo hemos de tratar de algo misterioso, oscuro y muy difícil de captar, pues una parte de él ha acontecido y ya no es, otra está por venir y no es todavía y parece imposible que lo que está compuesto de no ser tenga parte en el ser”.
Frente al reloj de las 6:15 leo otro de sus correos: “…fuimos dejados en la vida por la mano de Dios para quedarnos en la libertad y estamos de paso…”. Luego sigue: “Todos tenemos un tiempo para sublimar la libertad, para utilizarla en hacernos buenos. En esto consiste la vida, en sublimar la libertad para practicar la bondad con nosotros mismos y con los demás, es decir, en llevar a cabo el acuerdo y la armonía más perfectos posibles entre la libertad de cada quien y la voluntad de Dios”.
Continúa Neracio: “Es entonces cuando la gracia de Dios podrá nutrir las raíces de la libertad individual, y ésta se hará más viva, más dinámica y más actuante en la obra creadora de Dios”.
Y agrega: “Las costumbres, las leyes y la moral misma serán aceptadas por la libertad y perderán por éste hecho su carácter de coacción social y de poder de dominación. El tiempo por sí sólo nada es. De hecho es un invento del hombre para medir el movimiento y los cambios; nos damos cuenta de que el tiempo pasó cuando mirándonos al espejo nos vemos más arrugas en la cara, o cuando advertimos el deterioro de una casa. Es la libertad del hombre la que buscando la bondad le da sentido y contenido. La libertad creadora hará del tiempo una poderosa, dulce y preciosa ayuda…, mientras se tenga”.
Neracio está sano pero sé que algún día su tiempo y el mío se nos acabará. En caso de terminársele a él antes que a mí, me dolerá mucho porque me privará de seguir conversando con uno de los seres más magníficos que haya conocido en mi tiempo.
Neracio no entiende el tiempo sin amigos con los que ríe de todo, vaya, hasta de las tragedias. Ha dicho: “Seguiremos riendo, más vale pesarla bien, porque de ésta vida nadie sale vivo”.
En su penúltimo correo me dijo: “La meta no me interesa. Me interesa el paisaje y cada paso que damos es la meta misma”. Hoy que releo ésta carta frente al reloj de las 6:15 me digo: Debemos alegrarnos, hacer afirmaciones por nuestra felicidad cotidiana porque cada día tiene una cualidad diferente, una coloración distinta. Debemos valorar cada instante y dar algo: paz, hogar y tiempo, conocimiento, vida y amor, también amistad y concordia…, mientras tengamos tiempo.
El escurrir del tiempo nos hace viejos, lo que es una bendición de Dios. Toca a nosotros envejecer sin ser tercos, gruñones y desagradables y el momento para crecer espiritualmente es en este tiempo, no mañana. Mientras que nos deterioramos físicamente podemos caminar espiritualmente en sentido contrario a fin de prepararnos para enfrentar el reto de que la palabra viejo se aplique a nosotros. Para manejar el paso del tiempo en tanto coleccionamos achaques, es mejor vivir un día a la vez, sin preocuparse por el día de mañana, como aconsejó Jesucristo: “Basta a cada día su propio mal” (Mateo 6:34), aunque lo mejor es aprender a hacer esto desde jóvenes.
Ahora ya cesó la ventolera fría, el cielo se ha despejado un poco, ha salido el sol y ha regresado el clima templado del Bajío. Salgo a caminar con dirección a dónde se pone el sol. Camino…, mientras tenga tiempo.
Sean felices.