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¿TE GUSTAN LOS NARCOCORRIDOS?

Por Rafael Ayala Villalobos 

 El otro día perdí mi llavero donde tengo mis llaves de todo, menos las de mi corazón, ése tiene clave. Doña Meche, al verme buscarlo como loco,  me dice: “¡No las busque donde hay más luz, sino donde las pudo haber dejado!”. Gran sabiduría y gran consejo que le agradecí porque recordé que lo dejé en mi cajón de los tiliches. 


Ya tranquilo me siento en la sala a ver la televisión. En el noticiero me entero de que la presidenta aconseja no fomentar la música y las canciones que pudieran ser apología del delito, como los narcocorridos. También me informo de que algunos estados están prohibiendo que en lugares públicos se canten canciones elogiosas de la delincuencia organizada o que sirvan a su propaganda. 

Pienso entonces que una fotografía retrata la realidad, a diferencia de una pintura en la que el pintor interpreta la realidad. Pienso también en los museos que con esculturas y pinturas nos recuerdan las mil y una brutalidades que la humanidad ha sido capaz de cometer a través de su historia. Pienso en los corridos mexicanos, hermanos gemelos de los tangos argentinos; ambos narran tragedias, traiciones, violencia, desamores… 

Cuando una canción hoy en día nos cuenta algo sobre líderes de la delincuencia organizada, debemos pensar en qué sucedió para que una persona o un grupo de delincuentes adquirieran tanto poder y fama como para que los artistas de la música les compusieran una canción y ganaran dinero cantándola en sus espectáculos donde una sociedad descompuesta y corrupta aplaude rabiosamente y canta y  baila con frenesí, gritando vivas y coreando letras salpicadas de sangre, para unos días después llorar la desaparición o el asesinato de un ser querido y, entonces, reclamarle al Estado que no nos cuida, cuando primero hubo unos hermanos, unos amigos y unos padres que no cuidaron al que andaba en malos pasos. 

La respuesta tiene que incluir el nivel de corrupción, ilegalidad y permisividad que el Estado ha propiciado a cambio de gobernabilidad. 

En los días que corren calurosos y polifónicos, es dable hacer una propuesta por la creatividad responsable y no tanto por el control y la vigilancia, como facilonamente muchos sugieren, incluidos algunos sectores conservadores que aprovechan este tipo de situaciones para tratar de influir y auto-presentarse como los soldados del bien. 

En el aula escolar, en los chats de WhatsApp, en el vecindario, en los equipos de trabajo y en los gobiernos, ante las diferencias que se manifiestan en las colectividades, en lugar de dialogar y consensar, como se hace en una democracia, algunos postulan que se vigile, que se prohíba y que se castigue, e incluso proponen ahorcar o fusilar virtualmente a los “malos”, llenándolos de insultos en las redes sociales porque no piensan como nosotros o, en el caso de la música incómoda, porque retratan e interpretan la realidad cotidiana que a diario vive el pueblo: la violencia de la delincuencia organizada. Este tipo de posturas muchas veces no se fija en que pisotea las garantías individuales. 

Es como si la libertad asustara a los gobiernos y a algunos sectores porque determinadas manifestaciones artísticas fueran las radiografías de sus insuficiencias.  

El asunto no es nuevo. ¿Recuerda la ya vieja canción “Camelia la texana”?, dice: “…La traición y el contrabando son cosas incompartidas…”, “…Ahí entregaron la hierba y ahí también la pagaron…”, “Sonaron siete balazos, Camelia a Emilio mataba, la policía solo halló una pistola tirada…”.  

Incluso algunas canciones infantiles subliminalmente tienen su carga de inmoralidad, al decir de doña Meche, como “La Marcha de las letras” de Francisco Gabilondo Soler, el Grillito Cantor. Dice: “…Primero verás que pasa la A con sus dos patitas (¡) muy abiertas al marchar…” (¿Qué insinúa?). “…Ahí viene la E alzando los pies, el palo de en medio (¡) es más chico como ves…” (¡Ooórale!). Y sigue: “…Aquí está la I, le sigue la O, una es flaca y la otra gorda porque ya comió…” (¿Pues qué comería?). Y el colmo: “…Y luego hasta atrás, llegó la U, como la cuerda con que siempre saltas tú…” (¡Más albures no se puede…!). 

 Y nadie dice ni decía nada sobre éste tipo de canciones o los muy violentos programas televisivos de El Pájaro Loco o Tom y Jerry, ni del Chavo del Ocho en el que doña Florinda anda de amante del maestro de su hijo y todos golpean al pobrecito Chavo y al enjuto de don Ramón. Ni de El Chapulín Colorado o Viruta y Capulina, ni tampoco de las películas de El Santo contra las Momias de Guanajuato.   

Claro que las expresiones artísticas anteriores no tenían la explicitud de las canciones “narcocorridos” como “La Perra parida”, de Colmillo Norteño, por ejemplo, que trata crudamente la realidad del narcotráfico y la violencia asociada a los carteles, presentando un personaje que amenaza sobre su peligrosidad y su posición dentro de un cartel, supuestamente el de los Arellano Félix. El protagonista menciona a un maestro llamado Ramón, uno de los líderes históricos de ése cartel. La letra revela la violencia cotidiana de quienes se dedican a esas actividades ilícitas y la facilidad con que mediante la violencia se hacen respetar y buscan aumentar su poder. Bien vista, la canción no glorifica este estilo de vida sino que advierte de su realidad peligrosa. 

Otro clásico de los narcocorridos es el “Corrido del 1 y el 2”, cantado por los Cardenales de Sinaloa (no los del Vaticano) que describe la vida azarosa de dos sujetos, el 1 y el 2, quienes son traficantes de drogas. La canción cuenta su historia, cómo gerencian su negocio ilícito, cómo manejan su departamento de recursos humanos, su mercadotecnia, su logística empresarial, sus relaciones públicas, los sobornos acostumbrados a las autoridades, la ostentación de dinero, poder, vehículos de buena carrocería y también mujeres de buen chasis, dinero y armas. Esta canción sí que glorifica a los narcotraficantes, presentándolos casi como héroes que le dicen a Morelos “quítate que ya llegué”. 

Pero no vayamos tan lejos con la música violenta. La canción “El Perro Negro”, de José Alfredo Jiménez, muy gustada en La Piedad, Michoacán, narra que un tal Gilberto, nacido en Apatzingán que tenía un perro negro, andaba en amoríos fuera de lugar con la novia de don Julián, un rico señor mandón que enterado de que la Lupe le ponía los cuernos, pensaba enviar a Gilberto al más allá para que no diera lata en el más acá.  

Un mal día se balacearon, muriendo los dos: “…Allí quedaron los cuerpos…”. Dice la canción: “Un día que no estaba el perro (¿andaba tras una perrita o era su día de descanso? (don Julián) llegó buscando al rival, Gilberto estaba dormido (¿andaría crudo?), ya no volvió a despertar, en eso se oyó un aullido, cuentan de un perro del mal (o sea que era de la delincuencia organizada), era el negro embravecido que dio muerte a don Julián”. La canción termina trágicamente porque mientras que el perro se suicidó matándose de hambre, a la tal Lupita ni le dolió que asesinaran a su amante: “…Lupita no fue a llorar, cortó las flores más lindas… y las llevó hasta una tumba (¿cuál tumba, la de don Julián o la de su novio Gilberto?) del panteón municipal… 

Y así podríamos comentar otros, como los muy malignos de Natanael Cano, pero hay que afirmar que los narcocorridos y sus letras muestran sucesos violentos y cada vez más frecuentes, lo que  sugiere investigar la razón de que así suceda y estén de moda.  

Analizar las letras de algunos narcocorridos, desde la tragedia y el dolor que vive la sociedad, indica una forma de llegar a la razón de que ese tipo de canciones glorifiquen como héroes a los protagonistas de los corridos como parte de la ideología de la superestructura de nuestra sociedad, derivada, como se sabe, de la infraestructura económica y de nuestro modo de producir y de consumir, exageradamente consumista.  

Los narcocorridos tienen datos de la tragedia social que vivimos y de la tragedia que nos ha llevado a abandonar la democracia para concentrar el poder en pocas manos con la esperanza de que ahora sí se resuelvan los problemas nacionales.  

Casi siempre los narcocorridos, tipo “Dámaso”, “La última sombra”, “Ranchero poderoso” o “El buen ejemplo”, cuentan la vida sufriente y marginal de un personaje que después de abandonar sus orígenes pobres y de “desclasarse”, queriendo imitar a la burguesía a la que envidia y deseando destruir el sistema contra el que tiene rencor y odio porque se siente su víctima, se hace de poder destructivo, de riquezas sin fin, mujeres, drogas alcohol y relaciones con los poderosos del mundo jurídico, artístico, deportivo y político, y es visto como un héroe a imitar, convirtiendo su vida en una meta aspiracional para los jóvenes. 

Surge entonces briosa la pregunta: ¿te gustan los narcocorridos? 

Lectora, lector queridos, si te gustan los narcocorridos, no andas bien. Reflexiona… 

Hace falta un trabajo profundo para promover y vivenciar los valores éticos más básicos en nuestra sociedad, desde la familia, la sociedad y el Estado. 

No es fácil, pero sí es posible. 

Sean felices.