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Agapito, mi amigo

Por: Rafael Ayala Villalobos

Hace algunos años fui de Puerto Progreso, Yucatán, a mucho más al sur, a San Bartolo, a conocer y entrevistar a un escritor radicado y famoso en su zona: Agapito R. Meza.


Una de las razones del encuentro era elaborar con él una lista comparativa, o un ranking, como se dice ahora, de los mejores tacos suaves o fritos de la región del Petén para la revista Pata de Perro, especializada en viajes baratos. Había que verificar “in situ” si los del sur le hacían competencia a los de la costa central en cuanto a calidad de la masa de maíz, fritura, relleno, aroma, salsa y sabor.

Yo, que no cambio los tacos de cabeza hechos por las familias Calles y Ayala y por El Borrego en La Piedad, Michoacán, los mejores del mundo, que constituyen un atractivo turístico ineludible ya que ir a La Piedad y no almorzar o no cenar de esos tacos es como ir a un baile y no bailar, tomé la tarea como un sacrificio más derivado de mi trabajo.

Pero el ranking de tacos era apenas un pretexto: lo que queríamos era simplemente conocernos. Había una amistad cocinándose en el intercambio de correos y, entre otras ocurrencias, habíamos acordado seriamente que yo escribiría una biografía contando la verdadera historia de Pito R. Meza, como él se firma.

El proyecto palabrístico exigía un primer paso: vernos las caras.

Desde el mismo día en que nos encontramos en San Bartolo, nuestra amistad se hizo para siempre. Esa tarde, en la caleta de Tzakol, sostuvimos en un momento dado un diálogo aderezado con ron Caney que nunca olvidaré en que Pito habló de su padre:
-Él se fue de la casa en el año 1966, yo tenía 11 años. Un día se me acercó en el patio de las macetas de malvas abundantes y helechos frondosos y me dijo que se iba. “Me voy, Pito”, dijo, y me dio la mano.
-¿La mano?
– Si, la mano. Y se fue. Nunca más lo ví. Era su opción y no se lo reprocho. Teníamos una relación escasa, pero no mala. Yo tengo buenos recuerdos de él, y por eso nunca lo voy a recriminar.
-¿Y después supiste de él?
– Siete años después, en San Bartolo. Yo vivía en el Hogar Casita de Belén y me avisaron que fuera a la Comisaría, pero que pronto, que no te tardes, que córrele, que no sé cuánto. Fui, me pasaron el teléfono y al otro lado estaba un amigo de mi papá en Brasil que me dijo en seco: “Tu papá se murió hoy, tuvo un derrame cerebral, lo siento”.
– ¿Así de brutal?
-Si, y eso es lo que me ha marcado la vida. Lo de mi papá fue un viaje al infinito, y también una ausencia eterna.

La madrugada de la inundación, en diciembre de 2009, apenas supe por la televisión que un cerro había sepultado gran parte de San Bartolo, la primera persona en la que pensé fue en Pito. Ha vivido solo-solo desde los veinte años. A veces, solo a veces, tenía en las noches a quién abrazar. La mayoría de las madrugadas se dormía cansado y solitario. Mi amigo salvó el pellejo en el alud de lodo y agua y piedras, pero quedó sicológicamente dañado.

No por haber perdido casi íntegra su colección de figuras de plastilina que adoraba, ni sus libros o por haber tenido que abandonar por semanas su casita maltrecha, sino por el miedo y lo que vio entre esa madrugada trágica y los días siguientes cuando su pueblo pareció una sucursal del Infierno.

En 2015, Pito R. Meza (en realidad se llama Agapito de la Rosa Meza, pero como parece albur le decimos Pito R. Meza) fue a Tapachula acompañando a un amigo que presentaría un libro infantil: “La gran breve guía de los insectos” y me invitó.

No recuerdo haberlo visto tan contento como ese mediodía de la presentación. Antes de viajar, me confió por el chat que éste libro para niños era lo más bello que había leído en su vida. Le creo. La mayor gracia de la guía, enteramente escrita y dibujada por Lucas Pérez, su amigo, es que está hecha para el disfrute. En la portada hay una advertencia: “Los adultos sólo pueden leer este libro con el permiso y la compañía de sus hijos”.

Lo presentó la profesora Margarita Estévez, tan viejecita que ya está inventariada en la Secretaría de Educación, quien resaltó con gran tino lo gozoso, sencillo y gratuito del gesto de Lucas Pérez: escribir un libro y dibujarlo con deleite y humor para el placer y la risa de los demás, especialmente de los más chicos. De pronto Pito cogió el micrófono en el escenario de la feria y no hubo modo de quitárselo: habló del enorme trasero de los escarabajos a quienes comparó con los señores del poder, aseguró que el ciempiés se parecía al alcalde de su pueblo, se reflejó a sí mismo en el grillo negro y sorteó entre el público estampas de algunas páginas del libro y una tarántula australiana viva, de bello rosado.

Yo, que tenía el boletito número 22 escrito a mano con bolígrafo Bic, me llevé las estampas que conservo con gran cariño y la tarántula australiana que se pone nerviosa viendo películas de misterio y dice cuatro veces en voz alta que no debe comerse las uñas. Fue mi regalo de cumpleaños 2015.
-¿La colección de estampas?
-¡No!, ¡haber visto a Agapito de la Rosa Meza!