Inicio Destacados BAJO LA LLUVIA

BAJO LA LLUVIA

Por: Rafael Ayala Villalobos

Acabo de bajar del Cerro Grande, al que subí a pie, bien arropado, a las cuatro treinta de la madrugada bajo una lluvia bíblica.


Y les puedo platicar que después de la lluvia de la madrugada, los cuatro cerros que custodian a La Piedad no parecen reales: las tres mesetas que forman un triángulo, a saber: la de Zaragoza, la del Cerro del Muerto y la del Camichín, y el vigilante mayor: el Cerro Grande.

Los cuatro me sobrecogen como una visión o un sueño. Emergen de pronto, robustos y rocosos a la hora más pura del día. Nos sorprenden como surgidos de la nada, ¡pero siempre estuvieron ahí! Fuimos nosotros los que no los habíamos visto. O los que de tanto verlos ya no los notamos.

¿Dónde estábamos entonces? ¿En qué estaba extraviada nuestra mirada? Ante el silencio imponente de estas cumbres, ante su majestad, todo acá abajo parece tan pequeño. Tanta ceguera, tanta división, tanto parloteo vacío.

No las habíamos visto porque ya no sabemos contemplar. Después de la lluvia, estos cerros, únicos en el mundo, se levantan como olas petrificadas con cresta de hierba. Como un mar escondido que antes hubiera cubierto una espesa neblina. Y no me cabe duda: La Piedad, es una estación debajo del cielo.

En medio de ellos serpentea la vena de su vida: el Padre Lerma, cada vez más impuro y enfermo. No es sólo el agua impura: es la mirada que envejece la que, ignorándolo, lo cubre con su olvido. Pero ahí está con su ristra de albercas y su cascada magnífica El Salto cuyas rocas cortan el torrente de agua impetuosa mientras cae voluptuosa para relajarse en el remanso de abajo.

Sólo un niño en su cuaderno limpio del primer día de clases podría dibujar el río y los cuatro cerros de nuevo. Nosotros les hemos dado la espalda.

Dicen que los dioses no dejan nunca ver su rostro. Estos montes que circundan el caserío, alguna vez fueron dioses. ¿O, tal vez, son fósiles gigantes de un paraíso que perdimos? Ellos, los eternos, nos han dado la cara y nosotros hemos corrido a refugiarnos en nuestros agujeros construidos de egoísmo y avaricia.

Ésa ha sido nuestra respuesta: huir de la belleza que nos rodea. Por eso nos afeamos por dentro.

Hay un momento necesario en que cada habitante de esta ciudad tiene que contemplar el paisaje de La Piedad dejándose mojar por la lluvia. Y pararse solo ante estos cuatro cerros. Ojalá un día después de contemplarlos como los contemplaron los primeros habitantes y los españoles, que también se encontraron a boca de jarro con ellos, hagamos algo con generoso silencio. Porque para ver por dentro de estos montes y su río y para escuchar lo que nos dicen, hay que callar.

Han sido los poetas de La Piedad los que han sacado la voz para ver como debe ser estas piedras y este cielo. Ellos levantaron el vuelo. Por ellos cruzó rauda esta luz única que se da al caer la tarde en estas latitudes. Todos los que han forjado versos misteriosos a este lugar, repito: todos, incluido mi tío Manuel Ayala Tejeda, que solía decir: «Solitario como el Camichín diciendo la palabra entonces», todos, han reconocido su majestuosidad.

Cuando nos damos cuenta de eso, levantamos la vista y recordamos que vivir en medio de cuatro colosos es una invitación a alzar el vuelo, a planear sobre las cosas con mirada de cumbre, como reza el latín: con los pies en la tierra y la mirada en el cielo. A no quedarnos a ras de suelo, a no dejarnos hundir por los insensibles. A ya no descender más bajo. A respetar la dignidad de la persona. A respirar el aire puro y jubiloso del Cerro Grande en septiembre, a sentir el frío del Camichín en enero, a renacer en el Cerro del Muerto en marzo, a rebautizarnos en el Padre Lerma en agosto, a creer que tenemos derecho a lo posible en la meseta de Zaragoza en mayo. A entender que nada está escrito para siempre, que este día podemos decir como el poeta «Entonces».

Nos tocó nacer aquí, en este lugar de la Tierra. No en otro. Y nos fueron regalados estos días puros después de la lluvia. ¿Qué haremos con ellos?

¿Qué haremos con los cerros y el río? ¿Los dejaremos desaparecer de nuestro horizonte, como sobrantes de una grandeza perdida? ¿O los reconquistaremos con una nueva mirada que ilumine todo como un relámpago?

Todo está aquí por hacerse.

Ésa es la maravilla de vivir aquí con gente buena.

Sabemos que podemos empezar de nuevo para avanzar hacia adelante.

Ligeros de equipaje, podemos partir un día de lluvia y caminar con nuestros sueños a cuestas hasta alcanzar las cumbres que están tan cerca.

Porque nunca, en ningún lugar del mundo, las cumbres estuvieron tan cerca.

Y nosotros tan lejos de ellas.

DE SALIDA.- Al editor: puede ser que heridos por los zarpazos de la nostalgia por vivir lejos de su terruño, algunos piedadenses radicados en USA me pidieron volver a publicar este artículo. Gracias.