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El día que Nuño de Guzmán declaró como suyo el pueblo de Numarán

Numarán es un pueblo pequeño extendido como una mancha de aceite sobre la margen izquierda del río Lerma. Su fundador, allá por el año de 1526, fue el intrépido, valeroso y sanguinario Nuño de Guzmán.

De este personaje se cuenta que, habiendo llegado al lugar y aspirado un dulce perfume de flores, preguntó qué árbol o planta saturaba de aquella manera tan singular el ambiente. El “Cacaloxochitl” -le dijeron los naturales en forma de señas-.


LA OFRENDA

Luego cortaron de un árbol un elegante ramo de flores y se lo enviaron con la hija mayor del cacique, diciéndole, por medio de señas también:

“Dígnate aceptar, hijo de dioses, la humilde ofrenda que te hacemos; fruto es de nuestra tierra, y si nos has de honrar pasando entre nosotros una noche, pues sabemos que llevas prisa por alcanzar el término de tu viaje antes de que el sol se ponga veinte veces, permite que te obsequien a tu descanso la gracia y la belleza de la doncella que te presentamos. Es ancha como el cauce de un río y virgen como el manantial de la montaña. Estaba reservada para ti”.

El capitán observó con ojos de víbora a la india, que temblaba como una paloma asustada, y se bajó del caballo ante la sorpresa de los indígenas, pues, imaginaban que bestia y hombre eran una sola cosa.

La examinó por detrás, por delante, por un costado y por el otro. Le apretó el muslo de una pierna, le acarició el mentón agudo y le resbaló la mano sobre el hombro cubierto de pelo negro, como el interior de un pedernal.

Después, por el mismo medio de señas, hizo entender a los indios, que se quedaba con la ofrenda; pero que ante, era un menester que se declarasen súbditos de España y le jurasen, a él, lealtad y obediencia.

Contestaron los naturales que no entendían aquello; pero que, tratándose de un hijo de los dioses blancos, no tendrían inconveniente en acatar su voluntad.

Entonces los soldados que acompañaban al ambicioso Nuño de Guzmán señalaron con hileras de piedra un rectángulo que sería desde aquel momento, inviolable, porque se destinaría a convertirse en la plaza pública del pueblo.

TIERRA DE AROMAS

Se calculó las diagonales, se buscó el centro del terreno, y, en él, se clavó una espada sobre cuyo mango de aletas colocó Nuño de Guzmán las manos coloradas y dijo: “En nombre de la Reina de Castilla, doña Isabel; del Rey de Aragón, don Fernando y del mío propio, tomó posesión de este pueblo, de sus habitantes y de todo cuanto les pertenezca; y doy por nombre al mismo “Tierra de Aromas”.

Se levantó entonces el acta constitutiva a la manera en cómo se venía haciendo en cada fundación, pero en ella quedó asentado, en lugar del nombre propuesto por el capitán, la traducción que hizo al purépecha uno de los indios más viejos que estuvieron presentes en la ceremonia: NUMARÁN.

Para clausurar el acto, dos arcabuceros hicieron detonar sus armas poniendo a los indios en huida estrepitosa, convencidos de que aquellos hombres, de tez blanca y cabellos rubios, eran descendientes de los dioses, puesto que manejaban el rayo a su antojo.

Esa noche los hijos de los dioses blancos comieron pato asado hasta reventar y se divirtieron con las danzas que, alrededor del fuego bailaron los moradores de aquella tierra, conducidos por el ritmo de un par de chirimías y de un tamborcillo de madera que sonaba a cántaro roto. La danza se inició al amanecer y terminó a la media noche, cuando estaba por salir la luna, una uñita insignificante.

LE ENTREGARON UNA DONCELLA

La joven india, antes de ser entregada fue bañada por las muchachas de su edad; primero, con una sustancia espumosa sacada de una maceración de un tubérculo silvestre; y, después, con una infusión preparada a partir de flores de “Cacaloxochitl”.

Le rasuraron con navajas de pedernal negro las hermosas axilas y la abandonaron al chacal. La india, entonces se despellejó al amor de la fogata y bailó; bailó como una loca hasta extenuarse.

Le hicieron séquito las lindísimas muchachas que, por su indumentaria, llevaban un minúsculo taparrabo confeccionado de las fibras de una malva cultivada en los huertos, a todo lo largo y ancho de la región tarasca.

Luego la multitud produjo un aullido como de un centenar de fieras, y cayeron mil brazos a cubrir el fuego con hojas anchas empapadas de agua.

Ese apagó en el aire el resplandor intenso, y las bailarinas se alejaron silenciosas con el fuego metido hasta la entraña, con los cuerpos olorosos a sudor y humo. Se alejaron como sombras diluidas más a buscarse más cerca entre la noche. Quedó solo una sombra esbelta, como de bronce negro, que se tendió de espalda sobre la pajilla caliente. El capitán las siguió con la mirada, traspasada por el hielo de la noche. Era la india. El español se arrastró hacia ellas, cual serpiente que fuera a morderla. Con las manos afiebradas le tocó los pies encallecidos. Le metió la barbilla aguda entre las piernas y se le montó como a una yegua empavorecida.

«DÉJALA O MORIRÁS»

Al día siguiente, de madrugada aún, Nuño reanudó su marcha hacia el poniente, llevando consigo a la india en ancas de su caballo. Antes de salir de un bosquecillo de plantas y árboles desconocidos, le salieron al paso varios jóvenes indios, que en usa sola tirada de arco, doblaron sobre sus caballos a cuatro jinetes.

“No te entregamos a la mujer en propiedad” – le dijeron, apuntándole al pecho con una flecha de pedernal -. “Déjala o morirás”.

El bravo Nuño no tuvo otra alternativa que decidirse por lo primero y echó a correr, seguido de los hombres que le quedaba, asombrado por la bravura de los jóvenes tarascos. No vio más a la india.

Tampoco a los hijos de los dioses blancos se les vio volver. Cuentan que se los tragó la tierra camión al mar y que, por las noches, sus almas a un vagan, recorriendo los ensombrecidos caminos de la sierra, en penitencia por sus múltiples pecados.

Con información de Fernando Tejeda Alvarado