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EN LA PIEDAD, ¿IDIOTEZ O PARTICIPACIÓN POLÍTICA?

Por: Rafael Ayala Villalobos

La palabra idiota no es castellana, viene del griego y significa “el que no se mete en los asuntos públicos” o “el que no hace política”, que solo atiende sus asuntos privados. En la actualidad en español también se usa como “de poco entendimiento” o “sin inteligencia”.


El que entiende que es importante actuar en política y lo hace, no es idiota en el sentido antiguo. El idiota deja los asuntos públicos en las manos rara vez limpias y casi siempre sucias de los políticos hasta que lo lamenta; entonces quiere recuperar la política para conducirla al bien común y ya se sabe que ni el cinco por ciento de la población “anda” en política, con partidos o sin ellos.

Por eso es importante alentar esfuerzos como el del Frente Cívico Nacional La Piedad que por estos días está motivando a la población a ser pueblo. ¿Cómo? Si, el pueblo es la parte políticamente activa de la población; población solo es el conjunto de personas que habitan un territorio determinado.

Ésta organización naciente, el FCNLP, está llamando a ser ciudadanos ejercientes y a recuperar la política buena. Está invitando a los partidos de oposición a mejorarse, a reorganizarse, a tener mejores prácticas internas, a tener estrategias de acercamiento y apertura a la ciudadanía, también a estar fuertes y, aliados entre sí y con la sociedad para ser ganadores en los comicios de 2024.

El sábado 27 de mayo a las 2 de la tarde en el balneario La Quinta del Recuerdo el Frente Cívico Nacional La Piedad celebrará su Asamblea Fundacional, a la que cualquier persona puede asistir. Será el punto de partida oficial de sus quehaceres políticos porvenir.

Esto de dejar de ser idiotas en el sentido griego no es cosa nueva. Desde la más remota antigüedad ha habido personas que en un momento dado han abandonado sus vidas privadas para “meterse” a la política.

Cuando esto ha sucedido masivamente es cuando se han dado los grandes cambios en la historia. Ejemplos individuales hay muchos que representan a la colectividad: Simón Bolívar, Miguel Hidalgo y José María Morelos, son tres casos cercanísimos a nosotros. Pero también hay otros más lejanos e incluso de mujeres como el de la emperatriz Teodora de Bizancio, muy poco recordada por estos lados.

Teodora de Bizancio, emperatriz, fue esposa de Justiniano, el basileus, que significa emperador en griego, del Imperio romano de Oriente desde el 527 hasta que murió, ni un día más. También se le conoce como Santa Teodora, pues ajena por completo a la política, de joven le dio vuelo a la hilacha en los prostíbulos de Constantinopla, aparte de que muchos amores cupieron en los ventrículos de su corazón. Y sin embargo es santa en la iglesia ortodoxa.

Santa Teodora es recordada, asimismo, por ser una aguerrida defensora política de los derechos de la mujer.

Cuando su esposo Justiniano creó el Corpus Iuris Civilis, que es la base del derecho civil moderno, Teodora logró legislar en favor de las mujeres, con castigos a las agresiones sexuales, defender el derecho de la mujer a heredar, también el derecho de los niños nacidos fuera de matrimonio a participar del patrimonio de sus padres, logró la condena a la prostitución como “un agravio a la dignidad de las mujeres”, tachadas por ello de “infamia”, lo que las hacía perder derechos y el descrédito moral de la mujer sancionada con la “infamis”, entre muchos otros logros.

Teodora fue hija de un domador de osos del hipódromo de Constantinopla, en cuyos laberintos pobres nació y en donde, obligada por las costumbres familiares y sociales de su medio, se metió de actriz erótica y bailarina con poca ropa del citado circo, oficio que en aquellos tiempos era parte sine qua non de la prostitución.

Teodora se hizo famosa en el baile por su sinigual belleza, en el teatro por su facilidad para la comedia y hacer reír al público, en el canto no por la voz sino porque no tenía vergüenza de mostrarse encuerada. Un día un empresario rico y funcionario poderoso del imperio “le ofreció el oro y el moro” y bajo la sobada frase de “tú no eres para estas cosas, yo te voy a sacar de trabajar”, se casó con ella, se la llevó a los calorones de África y como no le cumplió y la maltrataba (“acuérdate de dónde saliste, no vales nada”, le decía y pegaba), se le escapó una madrugada montada en un burro y a galope no paró hasta Alejandría, Egipto, donde se refugió en un templo dirigido por un caritativo y sabio patriarca que la protegió, le enseñó buenas costumbres, la refinó en sus modales y manera de hablar, la condujo por los meandros y peteneras de la palabra de Dios y se ocupó de formarla académicamente y de darle algo de la educación que la pobrecilla nunca había tenido. Ella le pide a Dios el don de la conversión que ipso facto se la concede.

Teodora queda agradecida con Dios y con el patriarca. Repuesta en cuerpo y alma regresa a Constantinopla, trabaja decentemente como hilandera y, un día en la noche en una calle jardinada y olorosa a jazmines, se topó de frente con un guapo mozo: el heredero del emperador Justino, o sea, su sobrino Justiniano, quien al verla tan hermosa se paró en seco y pa’lpito, perdón, puse mal el acento, quise decir palpitó su corazón al tener tan cerca a esa mujer bonita, de formas turgentes y protuberantes, de buen ver y mejor tocar, con aquélla cintura abreviada por el cincel de la belleza y el poco plato, sostenida por unos pies tan eróticos y perfectos como nunca había visto.

Él, Justiniano, era muy fijado en esa parte del cuerpo femenino, decía que los pies son una gran obra de ingeniería y que no había cosa más honesta en el mundo que el pie desnudo de una mujer. Pero lo que no podía creer era que aquélla dama tenía una gran cadera respingada, maciza y formada por dos masas bien separadas, no de tambache, capaces de sostener una copa sin caerse como si estuviera sobre una mesa. Estaba embelesado con las cerezas del gran busto que amenazaba con salirse sin permiso de la túnica, cuando notó que ella también, lo observaba fijamente.

Y con razón si Justiniano era de cara casi perfecta, de no malos bigotes. Era alto y corpulento como guerrero ganador. Parecía que debajo de su túnica blanca traía escondidos en sus hombros y en los brazos unos melones. Se le notaba un abdomen plano y bien marcado como si trajera también ocultos unos plátanos de Tabasco en forma horizontal, y ni qué decir del que traía en el la entrepierna. Por cierto que sus piernas bien valían el imperio de su tío con todo y sus colonias.

Al principio Justiniano no se atrevió a hablarle a Teodora. Recordó que con las mujeres no había tenido suerte por lo voluminoso de su miembro viril, el cual cuando se lo notaban les metía miedo, unas porque en aquél tiempo existía la creencia de que los hombres que así tenían esa cosa hacían hijos bizcos, con seis dedos en los pies o con rabo de puerco. Otras simplemente tenían temor a que con aquélla enorme tranca las fuera a traspasar.

Así que Justiniano, impelido de amor y deseo hacia aquélla joven, tuvo una peregrina idea. Recordó que los croatas, que eran buenos para pelear en las guerras y se alquilaban como soldados mercenarios, para identificarse entre ellos se colgaban un trapo en el cuello colgando por el pecho. De ahí viene la palabra “corbata”, derivación de “croata”. Así que ocultándose atrás de una gruesa palmera, enredó su miembro viril en el cuello a modo de una corbata.
Entonces, ansioso, encaminó sus pasos hacia la bonita Teodora, le preguntó su nombre, su edad y a qué hora íba por el pan, pero fue tanta la excitación y calentura que cuando el miembro viril se le erectó, se hubiera ahorcado si no fuera porque Teodora se la tuvo que quitar del cuello. Allí fue cuando ella notó que le llegaba a más debajo de la rodilla y que para poder caminar lo hacía como los piratas que traen una pata de palo. Ella era valiente, no se arredró ante el descomunal desafío y accedió prudentemente aquélla noche a los galanteos de Justiniano.

Pero si ella fue prudente, él no. De inmediato se le dejó ir a la boca besándola con fruición como mordiendo una manzana, asiéndola con una mano por la nuca mientras con la otra le separó las piernas y, acariciándola, recorrió el camino que ya había andado en su febril imaginación, hasta que le ablandó la voluntad y ahí mismo en el jardín de los jazmines aromáticos entre gemidos y ayes de placer, a fuerza de embates poderosos, el monte de Venus se lo dejó como un llano.

Bueno, para no entrar en detalles que no vienen al caso, nada más diré que surgió entre Justiniano y Teodora un gran amor apasionado que les uniría en las buenas y en las malas, cual debe ser.

Convertidos en amantes, Justiniano se quiso casar con ella, a lo que se opuso su tía (nunca falta una tía que se opone), la esposa del emperador Justino, su tío. “No es de nuestra categoría”, “todo mundo sabe a qué se dedicaba”, “qué va a decir la gente”, le dijo. Entonces Justiniano reunió juristas para que hicieran un proyecto de modificaciones legislativas a fin de eliminar las trabas que le impedían casarse con el amor de su vida, cosa que lo logró hasta que fué emperador.

Teodora la hermosa, se determinó a no estar de idiota, sino a meterse de lleno a la política. Una tarde que regresaba de ancá una amiga, al ver en la calle a unos cobradores de impuestos tratar con derroche de injusticia y violencia a unos comerciantes de pescados y mariscos, comprendió que no sería la muñequita de adorno del emperador sino que con su permiso o sin él, actuaría en la política y en los asuntos públicos, faltaba más.

Teodora no solo fue una emperatriz consorte y con suerte, sino que co-gobernó con su marido.

Reconstruyó la magnífica iglesia de Santa Sofia, aun en pie en la Estambul de hoy.

También reformó jurídicamente muchos derechos de la mujer y fue su tenaz defensora hace casi mil quinientos años.

Enfatizo lo de mil quinientos años para que se note que la lucha por los derechos de las mujeres ha sido bastante larga y difícil y que eso de dejar la idiotez para ejercer la política y la ciudadanía es cosa antigua y sabia.

Si gustas, nos vemos el 27 de mayo a las 2 de la tarde en La Quinta.

Sean felices.