Por: Rafael Ayala Villalobos
Regreso a media mañana a la casa y encuentro un gran escándalo cómico musical: doña Meche está bailando a todo lo que da teniendo como pareja una escoba y con la música en alto, según ella como Celia Cruz, porque hasta peluca güera se puso. “Todo aquél que piense que la vida es desigual, tiene que saber que no es así, que la vida es una hermosura, hay que vivirla…” canta desafinada a todo pulmón y me hace una seña ordenándome que baile y cante con ella. No le hago caso; me cohíbe. “Todo aquél que piense que está solo y que está mal, tiene que saber que no es así…”.
Le inquiero qué le pasa y me acusa de amargado, de rígido y tieso. Me revela que es primero de agosto y que es Día Mundial de la Alegría. “Pero usté que va a saber de eso si siempre anda renegando de todo, criticando esto y l’otro y metiéndose en lo que no le importa”, me reprocha. “¡Véngase a bailar!”, insiste.
Luego de un rato intento explicarle que mi manera de ser alegre es un poco diferente y se lo justifico informándole que para festejar el Día de la Alegría prefiero escuchar la novena sinfonía de Beethoven que ha sobrevivido en los siglos, vigente en el corazón de todos los que la han escuchado desde que el alemán sordo la dio a luz en Viena. Le explico a doña Meche –esa vieja sabia de mi alma que ha sido el báculo de mi corazón adolorido en los últimos años- que dentro de la novena sinfonía Beethoven insertó armoniosamente la Oda a la Alegría, considerado el himno de la reconciliación entre las naciones, empleado para elevar el ánimo de los soldados en las guerras, interpretado en los cumpleaños de Hitler y cuando se anunció su supuesto suicidio en 1945, lo mismo que en las olimpiadas y en la Navidad de 1989 cuando cayó el muro ominoso de Berlín. Alemania solicitó a la ONU mediante la UNESCO declarar la Oda a la Alegría como patrimonio de la Humanidad en 2001 y así fue.
Se la puse a doña Meche. La escuchó como hipnotizada hasta que gruesas lágrimas escurrieron por sus curtidas mejillas. Cuando terminó nos quedamos conmovidos, viéndonos con ternura y en silencio.
Beetovhen no tuvo una vida ni fácil ni felíz pero logró que esta pieza musical representara la alegría de la humanidad y nos recordara que la vida es maravillosa con todo y sus problemas.
La alegría, dicen los psicólogos, es una emoción pasajera y subjetiva que se manifiesta con bailes, aplausos, abrazos, risa y sonrisas. Es tan individual que se contagia fácilmente y puede ser motivada por diferentes causas. Para algunos por el nacimiento de un hijo o nieto, para otros contemplando el mar o una montaña, para otros el reencuentro con un ser amado o la restauración sincera de una amistad, en tanto que para otros la alegría es la credencial del cristiano que está tan contento de ser habitado por Cristo que los demás lo notan alegre. Así lo dijo el papa Francisco.
Desde el 2010 se celebra el 1 de agosto el Día Mundial de la Alegría y como dato curioso tenemos que la ONU tiene al 20 de marzo como el Día Mundial de la Felicidad, que es otra cosa. “¿Cómo es eso?”, pregunta doña Meche, ya más tranquila. Le explico que según yo la felicidad plena no existe, sino que es un ideal a tratar de alcanzar, en tanto que la alegría nos nace de adentro y nos motiva a festejar cada día a cada hora cualquier cosa, acrecentándose si la compartimos con los demás.
Doña Meche dice que recuerda que en la Biblia el rey Salomón asegura que el corazón alegre hace tanto bien como el mejor y más caro de los medicamentos. Mi amiga y colaboradora me comenta que es contagioso reír y estar “de buenas”, “alegres, pues” logrando pasar buenos momentos en el trabajo, con los amigos o con la familia, incluso solos. Ser felices es barato, le digo.
Creo que hay que normalizar la alegría incluso en esas situaciones feas por las que tenemos que atravesar para aprender algo que necesitamos a fin de elevar nuestra conciencia y trascender, como por ejemplo el fallecimiento de una persona amada.
Pienso que lo contrario de la alegría no es la tristeza sino la dejadez, la desidia, la indiferencia y el egoísmo. El enemigo de la alegría es la ruindad del alma, el no sentirnos plenos, el encerrarnos en el cuarto del yo negándonos a encontrar detrás de la puerta del individualismo a los otros para convivir amorosamente.
Lo adverso a la alegría es no entender que somos parte de la historia de la humanidad y que formamos parte de su destino común, ése que se construye a diario persiguiendo un anhelo y un propósito general basado en la belleza, la verdad y la candidez. La alegría brota cuando hay empatía, conciencia, solidaridad, revelación…
Decía que la felicidad no es lo mismo que la alegría. La felicidad es como una aspiración un tanto cuanto prepotente y egoísta, un arrebato que brota del orgullo. Es asunto de los dioses. Lo de los hombres es la alegría, es un don más humilde, amable y posible, al alcance de nuestra mano, ¿o de nuestra alma?
La alegría es aire compartido y respirable, es pórtico, umbral y pasillo al bienestar y a la salud física y espiritual.
La alegría es la motivación para honrar la justicia y la igualdad, para borrar la codicia, el odio y la violencia.
Es la fuerza que late como esperanza en nuestro corazón y que busca el bienestar para todos, invitándonos a vivir sabroso, sin amarguras, con esperanza.
La alegría es una ola de entusiasmo por la vida.
Por cierto que la palabra entusiasmo contiene una raíz griega: Zeos, que significa Dios, por eso entusiasmo significa ánimo en ebullición, fogosidad interna motivada por algo superior a nosotros mismos. ¿Y quien no siente esto cuando está alegre?
“Ya párele al discurso y véngase a bailar conmigo”, me reta otra vez doña Meche. Ésta vez acepto… “¡Ay, no hay que llorar que la vida es un carnaval y es más bello vivir cantando…!”
Y tú lector, ¿estás alegre?