Por: Rafael Ayala Villalobos
Luego luego se ve que es un tipo inquieto y feliz. Con un rapidísimo movimiento del brazo mantiene las bolsas de naranjas en el aire un momentito más. Aunque parece tambalearse, Paco Chamú no pierde ni el equilibrio ni la sonrisa ni el ánimo. Parece que tampoco le importa el monopolio: a unos tres automóviles de distancia una mano le anuncia que le quieren comprar, entonces le grita a un colega que lo atienda, “!muévele!”, lo apura. Si tiene suerte, cuando el semáforo se ponga en verde tendrá una bolsa de naranjas menos en la mano.
Son las 11:00 de la mañana un día de abril del 2007 en Chilpancingo, Guerrero y la reverberación caliente del asfalto anuncia la llegada del mediodía. El sol pica y aunque Paco no vendió nada, regresa corriendo y sonriente a la sombra del tabachín frondoso bajo el que está Lilí, su mujer, que vende anafres, asadores pues. Otra mano desde una camioneta roja lo hace volver aprisa al arroyo de la calle, ésta vez logra la venta de dos bolsas.
Mestizo y moreno, corrugado y corrioso, sabio y risueño, dice: “No me puedo quejar. Este es el trabajo que tengo y lo hago con gusto y orgullo. Con esto, humildemente, he conseguido mis dos carritos, viejos pero carritos, y mantengo mi ranchito, pero sobre todo, estoy activo y contento”, cuenta Paco sin quitar la vista de los coches. Ya es una costumbre. Siempre a las vivas. “Hay que estar bien reata”, dice.
Por más de 15 años el rayado de las avenidas ha sido su oficina y el conteo del semáforo su horario. Con cada luz roja inicia una nueva oportunidad para vender algo, no siempre naranjas. El fin, más que la venta, es sobrevivir… y estar feliz.
“Esto da lo necesario como para uno sobrevivir, pero, ni creas, la cosa también está dura para nosotros. Yo quería traer hoy, por ejemplo, unos mameyes, algo así, pero están bien caros. Traje naranjas”, dice Paco con su sonrisa desempedrada por la diabetes.
Del campo a la ciudad. Lo que vende es de buena calidad, o por lo menos eso asegura con la experiencia que le da haber cultivado la tierra por muchos años. “Es que yo soy campesino”, dice altivo. Antes de ser vendedor callejero, de semáforo, se dedicaba a trabajar un pequeño campo. “Del gobierno nunca he recibido nada, nomás promesas”, afirma.
La variedad de cultivos era amplia, desde plátano hasta camote. Todo con buena calidad, se jacta. “Pero la cosa no estaba bien. Uno allá trabaja con las uñas, con lo que es de uno. A nosotros nos negaron un crédito y bueno, así… Yo tengo tres hectáreas de mi propio trabajo. Pero tuve que buscar otras cosas”.
La venta de productos en semáforos no fue la primera opción, ni siquiera estuvo entre las elecciones. Empero, María Concepción, su vecina, lo convenció. Actualmente él vende fruta, su esposa asadores en el camellón y su hijo mayor jugos de frutas en la banqueta de enfrente.
“Siempre quise trabajar en algo con mi mujer, me gusta mucho estar todo el tiempo con ella, dice con mirada de enamorado”.
Así, sin darse cuenta, Paco dejó atrás una historia con el campo y comenzó a formar parte de las estadísticas de vendedores informales. Se queda en la ciudad media semana, renta un cuarto en una vecindad, luego se regresa a Quechultenango.
En el caso de los vendedores en los semáforos, explica Paco, “el chiste es estar bien truchas, que sale una película nueva, y ya tenerla, que hay fruta de temporada, saberla comprar barata; que viene el calor, hacer jugos y sorbetes; que viene septiembre, órale, las banderitas. Lo malo es que hay que dar mordidas a los de tránsito, a los policías y a los de reglamentos, que son los peores”.
Entre maromas con las bolsas de naranjas y la precaución con los carros, Paco presta poca atención a las noticias que pregona un voceador de periódicos: muertos y más muertos. Lo que le importa es poder vender para llevar sustento a su casa. Ese mismo incentivo lo llevó desde hace un par de meses a ofertar algo más que naranjas en la calle.
Entendió que cada hora tiene un producto para ofrecer. A las 6:00 de la mañana, cuando inicia su horario de trabajo, lo primero que brinda es periódico. Un día bueno puede vender entre 180 y 200 ejemplares, mientras que en uno malo la cifra anda en 60 ó 65, quizá 70. Luego, como a las 9:00 son las frutas, estas también tienen su hora. Ayer inició con limones y terminó con mandarinas al entrar la tarde, después de esa hora el café que prepara su hijo en vasitos de unicel con tapa plástica.
Paco le dice a voz en cuello al vendedor de ábacos del carril contrario al camellón que le mueva, que no sea güevón. “Trabajamos juntos, pero no revueltos”, me explica.
Hasta las 5:30 de la tarde, cuando uno pasa por el crucero, es fácil identificar a Paco, siempre de camisa de guayabera de manga larga, sombrero de palma y alpargatas de cuero. En su negocio, cuando el semáforo enrojece empieza una nueva carrera hacia los posibles clientes: es una nueva oportunidad de ganarse la vida en cuenta regresiva, toreando carros para hacer “cardio” y no tener que ir al gimnasio.
Cuando lo veo correr cerca de mí de un lugar a otro, con prisa y sin pausa, y después abrazar sonriente a su esposa, no puedo creer la energía que lleva dentro y que es capaz de gastarse amorosamente en un solo día. La energía la recupera en una noche, porque a la mañana siguiente, bien temprano, está listo para una nueva jornada, mientras uno a duras penas batalla con la carga normal del día a día y precisa de pausas para recobrar el entusiasmo o al menos una cuota de vitalidad que permita pararse en este mundo calenturiento con cierto tino. Lo de calenturiento es por el calentamiento global.
Paco me platica en su cuarto de la vecindad –porque me invitó un par de veces a cenar y tomar mezcal, la primera en 2007 y la segunda en 2010- que uno debe escoger en qué gastar las energías de que aún dispone, esto lo aprendió con la diabetes, explica, cuando se la diagnosticaron hace 10 años, “al día siguiente de que cumplí 41”, precisa.
En una operación aritmética me animo a sacar cuentas de lo que me gusta hacer y lo que no. Y concluyo que debo tratar de hacer el máximo de cosas que sí me agradan y reducir al mínimo las que me aburren o francamente no quiero hacer. Una ecuación que al menos sirve para enfocarte, pero que con realismo debe confrontarse día a día con los billetes que necesitamos.
Me hace pensar que la mayoría de las veces las cosas no salen como estaban previstas e invertimos mucho tiempo y esfuerzo en mandaditos desgastantes, desenredando líos, aclarando malos entendidos, pagando abonos, tapando hoyos y trámites enredosos, atendiendo tareas relativas a las organizaciones a las que pertenezco y que me restan libertad, sin el momento necesario para por ejemplo, pensar o amar, o para dejar que nuestra mente deje de sufrir con ese debate dual que parece eterno…, simplemente dejar de pensar, sencillamente amar o dejar que la conciencia despierte, o escuchar los latidos del corazón, o sentirle el gusto al agua que tomamos, o reparar en el brillo de los ojos de los que nos rodean, o leer y escribir en paz, o componer un daño o pedir perdón, o –más difícil aún- autoperdonarse. Algo que sea distinto a funcionar para el sistema, ese estado degenerativo que acaba durmiéndote y atrofiándote el cuerpo y el espíritu si no reaccionas a tiempo.
Viene a mi memoria que una entrevista hecha al filósofo español Umberto Eco se tituló: “El que se sienta totalmente feliz es un cretino”. Gran, atinada frase. Con casi 80 años, sigue dando clases, lee libros nuevos y antiguos, se corta el pelo y recorta la barba con Antonio, su peluquero de siempre, y no cree en la felicidad: “Creo solamente en la inquietud; o sea, nunca estoy feliz del todo, siempre necesito hacer otra cosa”. Eco afirma que en la vida hay felicidades que duran diez segundos, o media hora, como cuando nació su primer hijo, pero que suelen ser momentos breves, brevísimos: “Alguien que es feliz toda la vida es un cretino. Por eso prefiero, antes que ser feliz, ser inquieto. La verdadera felicidad es la inquietud. Ir de caza, no matar al pájaro”, dijo.
Cuando yo era niño, el mejor momento de ir a ver las charreadas en La Piedad, con mi abuelo don Francisco Villalobos -a veces sentados junto a don Benjamín Alvares- era lo previo: saber que iría al Lienzo Charro, imaginarme la música de la banda, las coleadas, las lazadas a pie, la algarabía y todo lo demás, subir unas escaleras y encontrarse con un ruedo de arena bien soleado en donde en un rato dos grupos de deportistas-artistas de atuendo varonil y lucidor –charro pues- demostrarían sus destrezas ecuestres, dominarían y respetarían la naturaleza y donde tal vez, Boneto o algún otro, te reservaban la gloria de poder echar uno, dos o más gritos de orgullo, entre sorbo y sorbo de tequila o cerveza.
¿Y cuál era el peor momento? Cuando faltaban cinco minutos para que terminara la dominical contienda y mi abuelo me decía que debíamos irnos para evitar la aglomeración de la salida, cuando el resultado aún era incierto y podía más la prisa por salir rápido, sin ninguna consideración por la escena dramática que se estaba consumando en ese escenario apasionante. Qué frustración más grande. Qué energía reprimida. Qué alegría haber vivido esos momentos y convivido con esos grandes señores de la charrería de los años sesenta y setenta en La Piedad.
Conservé el número del teléfono móvil de Paco, una vez le llamé preocupado porque una parte de su pueblo fue sepultado por un alud de muerte y lodo provocado por un huracán. Luego de dos intentos tensos, al tercero me contestó, se acordó de mí y me dijo que había tristeza, enfermedad y hambre, que los más desesperados son los que más se resistían a la nueva realidad; que se acabó su casa y sus corrales y su ganado y sus siembras pero que seguía siendo el tipo más inquieto y feliz del mundo porque, me dijo, lo que hacía le gustaba. “Además Dios da y quita, qué le vamos a hacer”, sentenció.
Quedamos de vernos pero pasaron los años sin concretar el cara a cara. Doña Meche, mi asistente del hogar, ayer se encontró en el cuarto de los tiliches mi caja de cartón donde guardo cartas, fotografías, recortes de periódicos y telebrejos del pasado. Ahí encontré la agenda de bolsillo en cuyo directorio tengo registrado a Paco. Con gran gozo le llamé en la noche. Ambos estábamos contentos de escucharnos, quedamos de tomarnos un mezcal en vivo y a todo color. Me puso al tanto de que había enviudado y me contó una historia formidable que luego les platicaré.
Me gusta, como Eco, conservar energía suficiente para no dejarme morir de hastío. Tener mucho quehacer productivo encima, alguna idea por escribir, gestiones por realizar y agradables conversaciones con gente de mi corazón.
Repito lo que decía mi abuelo: “Hay que lanzar el pial, aunque no lace”; y lo que dijo Umberto Eco: “La verdadera felicidad es la inquietud. Ir de caza, no matar al pájaro”. Me quedo con lo que me enseñó Paco Chamú: “Lo que hago me gusta”.
Sean felices.