Por Soledad Sandoval, historiadora
Es una leyenda tradicional contada por las abuelitas a los nietos después de una noche chocolatera, sopeado con una concha de la panadería de Brambila.
Varios apodos y un nombre dan cuerda a la fantasía de los chiquitines: El Poblano, Rentería, gorro de lana o simplemente Juan Rentería, como se denominó al bandido de esta leyenda. Las hazañas de este bandolero original, exageradas por el tiempo, lo hace ser el personaje ficticio más fantástico del Yurécuaro del tiempo virreinal.
De Juan Rentería sólo se tiene noticia de que era originario de la Provincia de Puebla, que de allá llegó al Valle de Yurécuaro, perseguido por la autoridad por no se sabe qué negros delitos cometidos.
Los chiquitines escuchan de la abuelita consentidora decir que, la leyenda acontece a principio del siglo XIX o al final del siglo XVIII. En esos años el medio de carga eran las carretas tiradas por bueyes, en tanto, en diligencia, se transportaban los pasajeros a principales ciudades del Virreinato. En ese tiempo la República Mexicana era conocida como la Nueva España.
En las diligencias también se transportaban finas telas, vinos de ultramar, bolsas repletas con monedas de oro o plata con destino a la ciudad de México, Nueva Galicia, Querétaro, Guanajuato o para la Intendencia de Valladolid, lugares de residencia de acaudalados hacendados españoles y prósperos mineros criollos.
Viejos pobladores de la comarca dejaron testimonio oral de que por el rumbo donde se levantaban las viejas haciendas de San José, el Sito y el Zapote, existieron caminos de hierro para el paso de las diligencias que llevaban mineral de Zacatecas a Querétaro o para la casa de moneda de la ciudad de México.
La abuelita seguía contando a los atentos chamacos, de que esos tiempos eran de dominación, abuso y poder, en donde muchas personas por las injusticias cometidas contra ellos se revelaban convirtiéndose en delincuentes, fugitivos y salteadores de caminos; así que las bandas de forajidos eran numerosas, encontrando refugio después de los asaltos en los desfiladeros escabrosos, los lugares de más tupida vegetación o en el cerro alto, que llamaban Cabrero.
A poco tiempo de su llegada al Valle, el poblano Rentería ya era jefe único de los salteadores de caminos, por el simple mérito de ser el más felón y sanguinario de todos los bandidos.
El lugar preferido para perpetrar los atracos, era el paso del camino comprendido entre el arroyo de los cerezos y la loma del Zapote. Si no era suficiente el resguardo armado para proteger a la diligencia, en ese paso los esperaba la gavilla, por ser pedregoso el terreno y de difícil avance.
Escuchándose decir:
— ¡Yo soy Juan Rentería, el Poblano! No hay aquilón que no rompa el coche. Así que, pocas palabras y al trote caballeretes…
Decir lo anterior, Juan Rentería, y despojar de su valioso cargamento a la diligencia, era para él: Sacar el tlaco para la manteca. Sin importarle si la víctima era dama, un sacerdote, un hacendado, un militar o si pertenecía a la nobleza.
“Si algún malora lo ataca,
sólo con fin defensivo
saca punzón o matraca”.
Después de cada delito los malhechores se internaban por la frondosa maleza, refugiándose en una cueva que llamaron de La Poblana, situada a media legua para arriba de la loma del Zapote. Cuentan que la cueva era cuidada por la mujer de Rentería, acumulando en ella, arcones llenos de monedas de oro y joyas, algunas aún con manchas de sangre por haberlas quitado con signos de violencia.
Muchos fueron los crímenes, muchos los años que Juan Rentería asoló el Valle, numerosos tenderos españoles salieron del pueblo de Yurécuaro, cansados de pagar las extorsiones constantes del bandido poblano.
La muerte del forajido fue todo un misterio, unos dicen que murió en la peste de cólera morbus del año de 1850; otros decían que, se ahorcó por un sacrilegio cometido o que simplemente, se fue con su hermosa mujer a la ciudad de México a disfrutar de su inmensa riqueza, la verdad nadie la supo.
Lo que sí aseguraban los arrieros ser cierto, es que muchos años después, se veía al poblano montado en su caballo blanco, su gorro de lana y la espada toledana en la mano, que le daban el aspecto de un espanto cabalgando sin parar, reflejando un resplandor de miedo en las noches de luna llena.
Luego vino la guerra y México fue independiente. Desde entonces, el abuelo de la abuelita, contaba que una vez en que un leñador de Yurécuaro buscaba palos o ramas secas, cerca de donde nace el arroyo de los cerezos, encuentra como dos tercios de leña desparramada sobre una peña grande.
Los empieza a quitar cargando su burro, fue cuando mira sorprendido la entrada a una cueva. El leñador se aventura a caminar a tientas en la oscuridad. El lugar era resbaladizo, impregnado con un olor penetrante a murciélago. Caminó por vericuetos que parecían no tener fin y fue, cuando a la claridad de una luminaria que hizo, se quedó maravillado al ver un fabuloso tesoro, acumulado en cofres repletos de monedas de oro y joyas, cascos metálicos de soldados virreinales, espadas y trabucos regados por el suelo de la fría cueva.
De pronto el leñador se quedó hipnotizado al ver sobresalir en un rincón, un reluciente cristo romano grande de oro como de una vara de alto, recamado de piedras preciosas de gran valor, destacando los diamantes que a la luz de la antorcha iluminaba gran trecho de la cueva. Al cristo de oro le acompañaba una inscripción que rezaba así: el que logre sacar este tesoro, tiene que regresar el cristo a Roma para poder disfrutar de él.
Pasmado e inmóvil por la sorpresa, atraído por el resplandor del cristo, el leñador se queda mucho tiempo contemplándolo. Al recobrarse de la impresión, corre el leñador a la boca de la cueva, llenando dos costales con el tesoro, quedando en el suelo como cien cargas de monedas o más.
El leñador piensa en voz alta: Imposible llevármelo todo, mañana volveré por el resto con la recua que me empreste don Mariano. Pero al querer salir de la cueva, como por un encantamiento se cierra la boca de la cueva con un enorme peñasco, escuchándose en el fondo o de quién sabe donde, la voz cavernosa de Juan Rentería, diciendo….
–¡Toodoo o naadaa!
Ahora el leñador se puso pálido del susto. Comprendiendo que no podía llevarse en un solo viaje el fabuloso tesoro, el leñador vacía los dos costales con parte del botín de Juan Rentería. Al momento se vuelve a abrir la entrada de la cueva, quiere salir el leñador apresuradamente y apresuradamente se vuelve a cerrar la entrada haciendo un estrépito espantoso, resonando de nuevo la voz de Juan Rentería por las paredes de la caverna con airado acento: ¡Tooodooo o naaadaaa!
Lo que pasaba era que el pobre leñador no sabía que la cueva y parte del cerro, estaban encantados y como nadie se podía llevar el tesoro en un solo viaje, para poder salir de la cueva tenía que acrecentarlo, de otra manera, no se movía la roca que tapaba la entrada. El asustado leñador se ve precisado a vaciar lo que de dinero propio traía en los bolsillos. Al hacerlo, de inmediato se abre nuevamente la boca de la cueva de la Poblana.
La abuelita les dice a los nietecitos que, varias veces regresó el leñador llevando la recua de don Mariano para cargar el tesoro, pero ya nunca más el leñador pudo encontrar la entrada a la cueva de la Poblana.
Ya no tanto, pero antes, era común ver subir a exploradores al cerro Cabrero con detectores de metal, horquetas sensibles que se cargan a donde hay monedas de oro. Por todos los rumbos han escarbado en el cerro, el Cuatro, en el Cabeza de novillo, por el Zapote, por el Sito, también por el arroyo de los guayabos, la Higuera, la Barranca de las mujeres o para el Jabalín, siempre buscando el tesoro de Juan Rentería, llamado también gorro de lana.
Un consejo: misteriosamente el tesoro cambia de lugar porque está encantado, si usted es buscador lleve agua bendita o varitas de San Ignacio para alejar el ánima de Juan Rentería, si es que quiere encontrar el tesoro de la cueva de la Poblana.
Es una leyenda tradicional contada por las abuelitas a los nietos después de una noche chocolatera, sopeado con una concha de la panadería de Brambila.
Varios apodos y un nombre dan cuerda a la fantasía de los chiquitines: El Poblano, Rentería, gorro de lana o simplemente Juan Rentería, como se denominó al bandido de esta leyenda. Las hazañas de este bandolero original, exageradas por el tiempo, lo hace ser el personaje ficticio más fantástico del Yurécuaro del tiempo virreinal.
De Juan Rentería sólo se tiene noticia de que era originario de la Provincia de Puebla, que de allá llegó al Valle de Yurécuaro, perseguido por la autoridad por no se sabe qué negros delitos cometidos.
Los chiquitines escuchan de la abuelita consentidora decir que, la leyenda acontece a principio del siglo XIX o al final del siglo XVIII. En esos años el medio de carga eran las carretas tiradas por bueyes, en tanto, en diligencia, se transportaban los pasajeros a principales ciudades del Virreinato. En ese tiempo la República Mexicana era conocida como la Nueva España.
En las diligencias también se transportaban finas telas, vinos de ultramar, bolsas repletas con monedas de oro o plata con destino a la ciudad de México, Nueva Galicia, Querétaro, Guanajuato o para la Intendencia de Valladolid, lugares de residencia de acaudalados hacendados españoles y prósperos mineros criollos.
Viejos pobladores de la comarca dejaron testimonio oral de que por el rumbo donde se levantaban las viejas haciendas de San José, el Sito y el Zapote, existieron caminos de hierro para el paso de las diligencias que llevaban mineral de Zacatecas a Querétaro o para la casa de moneda de la ciudad de México.
La abuelita seguía contando a los atentos chamacos, de que esos tiempos eran de dominación, abuso y poder, en donde muchas personas por las injusticias cometidas contra ellos se revelaban convirtiéndose en delincuentes, fugitivos y salteadores de caminos; así que las bandas de forajidos eran numerosas, encontrando refugio después de los asaltos en los desfiladeros escabrosos, los lugares de más tupida vegetación o en el cerro alto, que llamaban Cabrero.
A poco tiempo de su llegada al Valle, el poblano Rentería ya era jefe único de los salteadores de caminos, por el simple mérito de ser el más felón y sanguinario de todos los bandidos.
El lugar preferido para perpetrar los atracos, era el paso del camino comprendido entre el arroyo de los cerezos y la loma del Zapote. Si no era suficiente el resguardo armado para proteger a la diligencia, en ese paso los esperaba la gavilla, por ser pedregoso el terreno y de difícil avance.
Escuchándose decir:
— ¡Yo soy Juan Rentería, el Poblano! No hay aquilón que no rompa el coche. Así que, pocas palabras y al trote caballeretes…
Decir lo anterior, Juan Rentería, y despojar de su valioso cargamento a la diligencia, era para él: Sacar el tlaco para la manteca. Sin importarle si la víctima era dama, un sacerdote, un hacendado, un militar o si pertenecía a la nobleza.
“Si algún malora lo ataca,
sólo con fin defensivo
saca punzón o matraca”.
Después de cada delito los malhechores se internaban por la frondosa maleza, refugiándose en una cueva que llamaron de La Poblana, situada a media legua para arriba de la loma del Zapote. Cuentan que la cueva era cuidada por la mujer de Rentería, acumulando en ella, arcones llenos de monedas de oro y joyas, algunas aún con manchas de sangre por haberlas quitado con signos de violencia.
Muchos fueron los crímenes, muchos los años que Juan Rentería asoló el Valle, numerosos tenderos españoles salieron del pueblo de Yurécuaro, cansados de pagar las extorsiones constantes del bandido poblano.
La muerte del forajido fue todo un misterio, unos dicen que murió en la peste de cólera morbus del año de 1850; otros decían que, se ahorcó por un sacrilegio cometido o que simplemente, se fue con su hermosa mujer a la ciudad de México a disfrutar de su inmensa riqueza, la verdad nadie la supo.
Lo que sí aseguraban los arrieros ser cierto, es que muchos años después, se veía al poblano montado en su caballo blanco, su gorro de lana y la espada toledana en la mano, que le daban el aspecto de un espanto cabalgando sin parar, reflejando un resplandor de miedo en las noches de luna llena.
Luego vino la guerra y México fue independiente. Desde entonces, el abuelo de la abuelita, contaba que una vez en que un leñador de Yurécuaro buscaba palos o ramas secas, cerca de donde nace el arroyo de los cerezos, encuentra como dos tercios de leña desparramada sobre una peña grande.
Los empieza a quitar cargando su burro, fue cuando mira sorprendido la entrada a una cueva. El leñador se aventura a caminar a tientas en la oscuridad. El lugar era resbaladizo, impregnado con un olor penetrante a murciélago. Caminó por vericuetos que parecían no tener fin y fue, cuando a la claridad de una luminaria que hizo, se quedó maravillado al ver un fabuloso tesoro, acumulado en cofres repletos de monedas de oro y joyas, cascos metálicos de soldados virreinales, espadas y trabucos regados por el suelo de la fría cueva.
De pronto el leñador se quedó hipnotizado al ver sobresalir en un rincón, un reluciente cristo romano grande de oro como de una vara de alto, recamado de piedras preciosas de gran valor, destacando los diamantes que a la luz de la antorcha iluminaba gran trecho de la cueva. Al cristo de oro le acompañaba una inscripción que rezaba así: el que logre sacar este tesoro, tiene que regresar el cristo a Roma para poder disfrutar de él.
Pasmado e inmóvil por la sorpresa, atraído por el resplandor del cristo, el leñador se queda mucho tiempo contemplándolo. Al recobrarse de la impresión, corre el leñador a la boca de la cueva, llenando dos costales con el tesoro, quedando en el suelo como cien cargas de monedas o más.
El leñador piensa en voz alta: Imposible llevármelo todo, mañana volveré por el resto con la recua que me empreste don Mariano. Pero al querer salir de la cueva, como por un encantamiento se cierra la boca de la cueva con un enorme peñasco, escuchándose en el fondo o de quién sabe donde, la voz cavernosa de Juan Rentería, diciendo….
–¡Toodoo o naadaa!
Ahora el leñador se puso pálido del susto. Comprendiendo que no podía llevarse en un solo viaje el fabuloso tesoro, el leñador vacía los dos costales con parte del botín de Juan Rentería. Al momento se vuelve a abrir la entrada de la cueva, quiere salir el leñador apresuradamente y apresuradamente se vuelve a cerrar la entrada haciendo un estrépito espantoso, resonando de nuevo la voz de Juan Rentería por las paredes de la caverna con airado acento: ¡Tooodooo o naaadaaa!
Lo que pasaba era que el pobre leñador no sabía que la cueva y parte del cerro, estaban encantados y como nadie se podía llevar el tesoro en un solo viaje, para poder salir de la cueva tenía que acrecentarlo, de otra manera, no se movía la roca que tapaba la entrada. El asustado leñador se ve precisado a vaciar lo que de dinero propio traía en los bolsillos. Al hacerlo, de inmediato se abre nuevamente la boca de la cueva de la Poblana.
La abuelita les dice a los nietecitos que, varias veces regresó el leñador llevando la recua de don Mariano para cargar el tesoro, pero ya nunca más el leñador pudo encontrar la entrada a la cueva de la Poblana.
Ya no tanto, pero antes, era común ver subir a exploradores al cerro Cabrero con detectores de metal, horquetas sensibles que se cargan a donde hay monedas de oro. Por todos los rumbos han escarbado en el cerro, el Cuatro, en el Cabeza de novillo, por el Zapote, por el Sito, también por el arroyo de los guayabos, la Higuera, la Barranca de las mujeres o para el Jabalín, siempre buscando el tesoro de Juan Rentería, llamado también gorro de lana.
Un consejo: misteriosamente el tesoro cambia de lugar porque está encantado, si usted es buscador lleve agua bendita o varitas de San Ignacio para alejar el ánima de Juan Rentería, si es que quiere encontrar el tesoro de la cueva de la Poblana.