Por: Rafael Ayala Villalobos
Sucedió así: Nora era una piedadense joven, bien portada, hermosa a su modo, idealista ella, que en 1972 se fue de monja a Puebla sin conseguirlo, aunque mantuvo su idealismo cristiano con el que quería hacer algo para cambiar el mundo injusto que la rodeaba.
En los años setentas del siglo pasado, en plena dictadura militar guatemalteca, se fue a ese país, se sumó como voluntaria a un grupo que tenía un plan de alfabetización y catequesis con orientación evangélica preferencial por los pobres y los oprimidos, inspirados en la Teología de la Liberación, que a cuyos miembros luego acusaron de ser guerrilleros comunistas sin serlo.
Era un grupo de jóvenes que permanecían ignorantes de lo que pasaba en los calabozos de miedo de la Guatemala militarizada, seducidos por las promesas de progreso que les hacían los militares populistas a los pobres, empoderados por la mafia de políticos y oligarcas que fingían cambiar el estado de cosas pero para que en realidad todo siguiera igual.
La tasa de analfabetismo que afligía a Guatemala, y en especial a la zona del Petén, en ese momento era dramática: más de un tercio de la población no sabía leer ni escribir”, me dijo Susana García, su hija, que se acababa de jubilar como directora de una escuela en el 2012, por cierto, es un caso de esos en los que los piedadenses triunfan en otras partes, pero esto luego se los platicaré; hoy quiero contarles de su madre.
Nora se inscribió en un curso veloz de capacitación para alfabetizadores, y al cabo de una semana tenía muy bien aprendidos los manuales de profesor y alumno con los cuales emprender la tarea.
En agosto de ese año le asignaron un grupo de mujeres a las que debía enseñarles a leer y escribir. En las mañanas las clases se impartían en un tejado rodeado de vástagos y mucho calor y la escuela estaba más al oriente, a la salida del pueblo. Le marcaron cuatro meses para cumplir con el objetivo. Ella, una muchachita criada a la orilla del río Lerma frente a la hoy calle Zaragoza, exalumna de la maestra Crucita en La Piedad que daba clases por la calle Mina, y luego del Colegio Cristóbal Colón por avenida Hidalgo, casi esquina con la “pechuga” de la Luz Eléctrica, llena de sueños, se enfrentó a un ramillete hermoso de 15 mujeres de mediana edad: «Se encontró con 15 señoras humildes, muy tímidas pero muy risueñas, con la mirada de sumisión que tantas veces he visto a lo largo de mi vida por acá”, me explicó Susana. “Gente que cree ser menos que uno, que cree que por no tener dinero o educación, tampoco tiene valor. Gente a la que nosotros, los del poder, los estudios y los medios de comunicación marcamos de un modo cruel, convenciéndolas de su poco valor», agregó.
Las 15 mujeres se presentaron un lunes a las tres de la tarde dispuestas a aprender. Casi todas ellas eran “sirvientas de las casas de lujo, y solo una les había contado a sus patrones que no sabía leer». Habían encontrado una manera de tomar el camión correcto, de hacer las compras del mandado aprendiéndose de memora las etiquetas, de pedir a otros que les escribieran o leyeran lo muy indispensable, pero su analfabetismo –y su instinto- las hacía pensar que tarde o temprano enfrentarían dificultades en el trabajo y en la vida que no podrían superar. El curso contemplaba clases de dos horas tres veces a la semana, y aunque a Nora le habían dicho que las clases debían ser laicas, ella las ponía a rezar un Padrenuestro, un Ave María y un Gloria al Padre al iniciar la clase.
En la primera clase, Nora se dio cuenta de una dificultad para la cual no se había preparado: «Ninguna de ellas sabía coger un lápiz y hacer la exacta presión para poder diseñar las letras. ¿Cómo les iba a enseñar el ma-me-mi-mo-mu y el mi-mamá-me-ama si no tenían habilidad para manipular un lápiz?». Trazar las letras fue apenas el primer problema. Nora se esforzó en enseñar un grupo de letras del abecedario, y a la semana siguiente verificaba que todos la habían olvidado por completo. Al cabo de un mes de trabajo, estaban donde mismo habían iniciado: en el punto cero: «Miraba a las señoras que la tenían como su maestra, llenas de esperanza, y le daban ganas de correr avergonzada –me platicó su hija Susana, que le decía su madre-«.
Un día de fines de septiembre, en plena temporada de lluvias y huracanes que tanto afectan ésta zona, llegó la alumna Domitila con un libro de recetas de cocina y con un gesto de desesperación les dijo que su patrona le había pedido que preparara un postre, un “flan de Nápoles”, y ella no se había atrevido a confesarle que no sabía leer. Domitila le rogó a Nora que la ayudara, y Nora, que no sabía cocer un huevo duro, quiso huir de la escena nuevamente. De pronto las mujeres rodearon el libro de cocina y entonces se produjo la magia. Nora la piedadense empezó a leer la rec1eta del flan “napolitanu” con nuez y Domitila tradujo lo que escuchaba en dibujos: 12 yemas de “huevu” las tradujo en 12 bolitas amarillas, las tres rajas de canela, las pintó como tres rayitas cafés, y así fue como encontraron un primer lenguaje a través del cual las mujeres pudieran ir leyendo la receta.
El curso de lectura se convirtió desde ese momento en un curso de cocina a través del cual se aprendía a leer y escribir: «Todo tuvo sentido: las letras, el baño maría, la alquimia de la gastronomía y el suave placer de ir descubriendo algo nuevo saboreándolo y oliéndolo por anticipado. “Mi mamá me decía que en su vida nunca la había pasado tan bien y que nunca se había sentido tan útil como en esas tardes lluviosas con esas señoras compartiendo letras de amor”, recuerda Susana, frente a la tumba de su madre a donde la acompañé para rendirle honores con unas rosas de castilla.
A principios de noviembre de aquél año, a Nora le quitaron la vesícula mediante un enorme tajo desde el abdomen hasta la espalda y esa semana no pudo ir a clases. La operaron un lunes en un hospital del gobierno, uno de esos hospitales donde las visitas son restringidas en número de personas y horario: «Al día siguiente vio desfilar por su cama a todas sus alumnas, que de alguna forma habían burlado al sistema y le llevaron, cada una, un manjar celestial preparado por ellas a partir de una receta del libro de cocina que habían usado como manual de alfabetización. Nunca olvidó esa emoción. Aprendió en ese momento que el magisterio es un oficio tan maravilloso como amoroso, y que el intercambio de aprendizaje es para toda la vida, independientemente de quiénes son los alumnos y quiénes los profesores. Todos aprendemos. Sus señoras queridas aprendieron a leer. Fueron de las pocas realmente alfabetizadas por el programa. Una de ellas, Maritere, años después fue alcaldesa, pero la mataron los esbirros de los terratenientes porque se metió de más a querer hacer justicia. Todas, además, aprendieron a cocinar».
Cuando fui a ver a Susana le llevé tres kilos de carnitas de La Piedad que le encargué a un amigo, porque yo estaba de misiones en Puerto Progreso, Yucatán.
Primero consiguió un bote de hoja de lata, luego fué metiendo las carnitas al bote revolviéndolas en manteca para que se conservaran, al llenarse completamente, bien apretadito, le soldó la tapa al vacío. Llegaron exquisitas y aromáticas. Susana nunca me hubiera perdonado que no le llevara manjares de la tierra de su madre. Pasó el tiempo, cocinamos una exquisita amistad aderezada por la honestidad, nos llegó el amor y por poco y nos casamos. Luego el amor se convirtió otra vez en amistad. Un día mordisqueando una paleta de hielo sabor limón le dije: “Nora: qué bueno que te libraste de mí”. Ella me abrazó con toda su alma.