Por Soledad Ramírez Sandoval
Decían las abuelas, que hace muchos años sus abuelos contaban que había un pueblo en el cerrito de Siquindo (Lugar de tierra parda) que, desapareció por un encanto a causa de una desgracia.
Unos culpan de la desaparición a una doncella que desobedeció a sus padres, quienes la maldijeron. Otros cuentan que la desaparición del pueblo se debió a que una doncella se enamoró de un soldado español en el tiempo virreinal, y fue tanto su amor, que no quisieron oír los consejos de un Sacerdote con fama de Santo, ni de los padres de la doncella, honorables estancieros en la región de los Chichimecas, encontrándose cada noche en el idílico paraje de Siquindo a la orilla del rumoroso río Lerma, tendido cual largo es, como un inmenso espejo en donde en noches de plenilunio se retratan el cerro cabeza de novillo y el mismo cerro cabrero. En este remanso de Siquindo, la atmósfera del entorno está saturada de una grata humedad con olor a sabino, aumentando la belleza del paisaje.
Conociendo el lugar de las citas nocturnas, es que acuden el Sacerdote y los papás de la hermosa doncella, intentando el arrepentimiento de los pecados de los novios. La noche era tibia, hermosa. Del cielo limpio brotaba esa multitud de estrellas que no se ven más que en el Lugar de Crecientes.
Una luna doliente presagiaba lo que iba a ocurrir esa noche: El padre de la doncella mata de una estocada al soldado español. El Sacerdote conmina a la doncella al arrepentimiento, dándose entre ambos un trágico diálogo.
– El alma de tu novio, ya voló, hija.
– El alma no me importa, esa se la doy a Dios,
– ¡Calla, insensata! Por tus pecados, por tus blasfemias, yo te condeno a vagar hasta que encuentres un hombre que te ayude a pagar tu castigo.
La gente de más antes sabía que un día de la semana santa de cada año, aparecía y desaparecía un pueblo en el cerrito de Siquindo, fecha en la que se temía salir.
Después de muchos años, en una semana santa a don Atanasio vecino del Mezquite Grande, se le ocurre una mañana ir a comprar su semanario a Yurécuaro, llevándose una gran sorpresa al pasar por Siquindo y ver un pueblo que nunca había visto, con gente sonriente comprando y vendiendo mercancía. Don Atanasio, hombre de cuarenta años era inocente y pensó: qué bueno que hicieron este pueblo, así ya no tendremos que ir a Yurécuaro a comprar el semanario.
Don Atanasio se puso a comprar de todo, cebollas, jitomates, un tasajo de carne seca, un queso de chiva y hasta un par de suelas con correas para hacerse unos huaraches.
Cuando dejaba el chunde repleto con mercancías y las árganas llenas en el macho, oyó tocar las campanas del templo llamando a misa, acudiendo como buen cristiano a escucharla.
Pero al momento de la consagración del pan y el vino, se empezó a hacer un silencio sepulcral, todo se quedó inmóvil, asombrándose don Atanasio de verse íngrimo y solo en el cerrito, rodeado de troncos y piedras, y únicamente como ser viviente su noble burro. Rápido monta a la bestia bajando atropelladamente el cerrito.
Al llegar al camino más se asustó, al ver que lo que había comprado se había encantado, el frijol se convirtió en arena de río, las cebollas en bolas de lirio, los jitomates en otras bolas apestosas, hasta las suelas para los huaraches se convirtieron en trapos sucios.
Al trote del burro llegó a Yurécuaro pensando en lo que le había pasado. Al encontrarse con los amigos del pueblo pronto olvidó el incidente, compró el semanario, se tomó unas canelas, visitó a una amiga y ya noche emprendió el camino para su rancho.
Al llegar a Siquindo se acordó lo que le había pasado en la mañana y un escalofrío recorrió su cuerpo, parecía que ni don Atanasio ni el burro, querían seguir su camino.
En eso ve a la orilla del río una hermosa doncella muy blanca con ojos verde esmeralda y el pelo largo, dorado como espigas de trigo seco, cubriendo mínima parte de su cuerpo, pálido por el reflejo de la luz de la luna. De pronto el miedo desapareció y el deseo de la noche, lo empuja a platicar con la doncella:
-Si usted quisiera, yo podría hacerla muy feliz.
-Es lo que deseo, encontrar un hombre que así lo haga. Pero para eso, usted me ha de ayudar a pagar un castigo, un hechizo y sacar del encanto a ese pueblo que por mi culpa le alcanzó una maldición que no merecía.
Don Atanasio, emocionado le dice:
-Yo te ayudaré, mujer de ojos verdes, confía en mí.
-Se ve que eres un buen hombre. Está bien, para tenerme, me convertiré en roca y me subirás al cerro diciéndome groserías y maldiciones, arriba está el templo, al pasar el quicio de la puerta de entrada, tendrás que decirme la maldición más grande o más ofensiva que te sepas.
-¡Sí!
Pero pudo más el amor, Don Atanasio faltó a su palabra, al llegar al templo y ver la roca convertirse en tan hermosa doncella, enamorado y como buen creyente, don Atanasio se arrepintió de todas las maldiciones que le había dicho y las que le iba a decir. Atanasio se dio la vuelta para regresar y al voltear nuevamente se da cuenta que el templo había desaparecido.
Don Atanasio llegó a su rancho y nadie le creyó lo del pueblo y la doncella encantada, por mucho tiempo tuvo fama de mentiroso, ensombreciéndose cada día más, aunque en vano, no dejaba de ir a Siquindo todos los viernes santos con la esperanza de ver a la doncella de los ojos verdes.
Cuenta la leyenda que una noche lo encontraron muerto en Siquindo a la orilla del río con el rostro plácido como los que se encuentran embelesados mirando a una estrella o a una mujer.