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MELETREPO

Por: Rafael Ayala Villalobos

¡Veeengan a ver al oso peleador!, gritaba desafinado el chofer de la camioneta destartalada exhibiendo una changa flaca y trespeleque custodiada por dos hermosas bailarinas cuyas diminutas prendas mostraban con generosidad sus turgentes y protuberantes encantos dignos de ver y de mejor tocar. -¡Llegó el circo, llegó el circo, vengan a ver al oso luchador!. Tras el polvaderón del vehículo sonorizado corrían chiquillos descalzos alborotados por la novedad que esa semana de mayo caliente y húmedo de 1965 llegaba a su poblado en que nunca pasaba nada. Jóvenes y adultos aburridos se asomaban desde sus casas por las celosías de madera, se medio levantaban de las hamacas tendidas entre palmeras para alcanzar a ver, o salían con actitud argüendera a la arena de las calles de Meletrepo, risueña y atrasada tenencia de la costa caribe.


El espectáculo del circo costaba 50, que bien valía la pena pagar porque, primero, los circos que llegaban a la ciudad grande cobraban por lo menos 100 y, segundo, porque prometía 13 bailarinas de formas apetecibles cuyas medias de malla tenían más agujeros que la malla misma. El espectáculo circense se completaba con 4 payasos tartamudos; 2 changos parlantes, uno ventrílocuo del otro; 1 tragafuego que luego de comer lumbre se echaba tremenda zurradera de humo frente al público alborozado; 1 mago yugoslavo de 134 años capaz de desaparecerse a sí mismo y aparecer hasta la siguiente función; 1 mujer barbuda a la que le crecía la barba 5 minutos después de rasurársela a la vista de todos; 2 trapecistas mancos; 1 lobo malabarista; 1 puma de cola blanca; 2 cachorros de leopardo; 2 llamas cansadas y tristes; 1 fortachón que metía su descomunal pene enhiesto en las fauces de un cocodrilo al tiempo que lo golpeaba en la cabeza con un mazo y que en el último pueblo visitado, cuando retó a alguien del público a atreverse a hacer lo mismo, un jotito le dijo: “¡yo me animo, pero a mí no me vaya a pegar tan fuerte!”; 1 viejecito enclenque y pellejudo vestido de vikingo que cuando era joven partía con un golpe certero de su miembro viril una nuez colocada sobre una mesita cubierta de paño verde y que a consecuencia de la miopía ahora partía un coco para poder atinarle; sin contar con el acto supremo: 1 oso peleador de 2.80 metros de alto y 498 kilogramos de peso, forrado de pelambre pardo y brillante, con unas garras de miedo que pelearía a muerte con un burro; con una burra no porque la política del circo protegía a las hembras. –“La violencia en las hembras es abuso y en los hombres destino” –decía el dueño del circo.

Nemesio Alegre, propietario del circo, era un piedadense aventurero, de cabellera medio rubia embargada por la usura del tiempo, barbicerrado y ojiverde, narizón, alto y delgado, que cargaba día y noche menuda barriga. En su tierra le decían el alemán. Algunos atestiguaron que un puñado de alemanes nazis se refugiaron en La Piedad luego de la Segunda Guerra Mundial. “De repente aparecieron aquí hombres de piel media blanca y colorada, de ojos verdes o azules, muy altos y trabajadores que casi todos vivieron en las inmediaciones del puente Cavadas, o por la calle del mismo nombre. Algunos de ellos metieron la crianza vacuna de otro modo, otros la compraventa de semillas y mercaderías, otros arrendaban habitaciones, como el señor Rico que tocaba el violín de maravilla. Casi todos eran cultos y sabían de música”, dijo un piedadense de ésa época. Nemesio vivió parte de su infancia en el barrio de Perros Bravos, en la Piedad, Michoacán, hasta que sus papás se fueron a la ciudad de México, ya que su papá era químico y fue contratado por la empresa alemana “Productos Rosber”, en Iztapalapa. Ya muchacho, trabajó en el circo de los Hermanos Atayde donde empezó limpiando la caca de elefantes, hasta que le agarró el modo y las mañas al negocio circense y armó el suyo con gran éxito. Compraba asnos en los poblados por donde transitaba para echarlos al hambre de un oso, truco que aprendió en el oeste de la Unión Americana. El oso, de dos o tres zarpazos destazaba al burro para luego lanzarse sobre su carne desgarrada en un salpicado festín de huesos, tripas, carne y sangre para satisfacción del público morboso, enardecido hasta el delirio. El espectáculo no fallaba, sólo que Nemesio Alegre no reparó en que por esos caminos subtropicales los jumentos habían dejado de criarse desde hacía muchos años por la sencilla razón de que fueron sustituidos por tricicletas de cajón y camionetas desvencijadas. Por más que buscó no encontró quién le vendiera un borrico. Dos años después Nemesio comentaría a sus amigos en Tucson porqué creía que éste había sido el día más funesto de su vida.

Un pescador borracho se acomidió a enterarlo de que en los faldones de la montaña vivía uno de los dos únicos granjeros de la región llamado Toribio, que recientemente había atrapado un burro salvaje allá por el delta del río, único lugar donde de vez en cuando se dejaban ver esos animales descontinuados. Le contó que tuvieron que lazarlo y cargarlo 16 hombres porque se había negado por todo lo alto a ser arreado a la granja, no sin antes patear a cuantos pudo. Como salió terco para obedecer y renegado para cargar, Toribio no dudó en venderlo por 5 mil al propietario del circo itinerante. Drogado con 10 litros de valeriana, embozalado y amarrado de las 4 patas fue subido a la camioneta del perifoneo que lo condujo sin demora al circo donde fue metido a rastras en un corral para ser bañado. A las 5 de la tarde del día siguiente estaría listo para pelear a muerte con el oso afamado.

El sábado de la función esperada, diez minutos antes de las 5 de la tarde, el circo estaba repleto de costeños empapados en sudor por el sofocón de la carpa. La banda entonaba La Polonesa lo mejor que podía sin que su música lograra traspasar del todo el olor espeso a estiércol de animales, fritangas y feromonas emancipadas que nulificaban la marisma afrodisiaca de Meletrepo. Después del acto peludo de la mujer barbuda un maestro de ceremonias flaco y alambrado adornado con un bigotillo tan engominado como ridículo anunció micrófono en mano la pelea del oso con el burro. Trabajadores circenses quitaron la lona que cubría una enorme jaula de fierro previamente dispuesta dentro de la cual el oso descomunal parado estaba. El rugido del público costeño estalló estruendoso. Nunca habían visto un oso de verdad por esos lados y ahora mismo lo verían devorar un triste burro regional.

Eso sucedía cuando 8 fortachones arrastraban al pobre pollino bien amarrado y sin bozal porque al intentar ponérselo le había dado por morderlos. Ya dentro de la jaula de su enemigo mortal fue desatado y puesto en pie con tremendo varazo de membrillo. La gente seguía convirtiéndose en un público gritón, lépero a más no poder y muy exigente, dispuesto a presenciar un espectáculo como nunca antes se había visto baja una carpa parchada. Las graderías tembeleques saturadas estaban; los vendedores de marquesitas, papitas, refrescos, palomitas y maní tostado no se daban abasto cuando el escándalo de la gritería y los aullidos del público desconcertaron al oso que nervioso daba vueltas. Zorruno, detuvo sus pasos; ceñudo, observó al asno; garboso, se acercó a olfatearlo con el típico desdén de quien se siente amo del mundo. El burro gris, por su parte, se fue trotando al centro del jaulón donde excavó a pezuña batiente un agujero de casi un metro de profundidad, tan ancho como para meterse en él. El oso, que tenía un hambre mayor, asombrado, se rascaba la cabeza mientras el jumento se metía al hoyo. De un espectacular salto el oso se le fue encima al burro solo para recibir sonoras y consistentes patadas en pecho y cara que lo dejaron aturdido y sofocado, humillado y desconcertado. Ya recuperado volvió a la carga batiendo sus poderosos brazos y sus garras de destazar contra el burro que, ni tardo ni perezoso, recibió al oso con tremenda tamboriza de patadas, esta vez por todas partes. La técnica del burro, festejada por el público con sonoros aplausos, consistía en que estando dentro del hoyo se apoyaba en sus patas delanteras para aventar golpes con las traseras conservando el resto del cuerpo a buen cubierto dentro del socavón.

Mientras el oso se recuperaba del dolor y la falta de aire, el orejón cavó otro agujero de menos profundidad en una esquina del jaulón en el que se metió luego de rebuznar embravecido mirando las graderías, gesto que el público le celebró por considerarlo prenda de valentía en la mala hora de morir. El oso creyó que su oponente por fin había entendido que la tenía perdida y sin la más mínima piedad se echó sobre el borrico agitando brazos y garras, esta vez más encorajinado, dispuesto a salvar su honra inservible. Pero el burro pateó en dos certeras ocasiones al oso mientras la banda tocaba un paso doble español, una en el pecho y otra en la panza, no dejándole otra opción que correr despavorido a la esquina de enfrente temblando de miedo. A cada movimiento del oso que ya sangraba profusamente por el hocico a causa de los pulmones reventados, el burro le lanzaba consistentes patadas donde le atinaba.

La rechifla del público estalló ensordecedora. La algarabía inconforme de los costeños de la zona del Petén exigía la devolución de las entradas al empresario piedadense. Los costeños morbosos querían ver la sangre del despanzurramiento de un burro a manos de un oso como los que se veían en las películas, faltaba más y, en cambio, lo hacen a uno presenciar la ridiculez de un burro paisano correteando a un oso, decían, movidos por la sangre hervorosa de su entraña. La mentadera de madres no paraba cuando Nemesio Alegre, herido de reproches, en su calidad de propietario del circo, como buen piedadense dio la cara y anunció desde el centro de la pista que en la taquilla se devolvería el pago de la entrada a todo el que mostrara el boleto, en el momento mismo en que unos jóvenes del populacho incendiaban una cortina de la carpa plástica. La gente que gritó maldiciones hasta por los codos, resuelta a nunca jamás volver a ese circo de pacotilla cuyo acto supremo no era más que una farsa, salió en tropel, destrozó la taquilla y se cobró por su propia mano hasta donde alcanzó el dinero porque en medio del tumulto los ladrones robaron en rebatinga. Del incendio solo pudieron ser rescatados los animales y los actores. Las sillas, las graderías, las lonas de la carpa y los instrumentos musicales se convirtieron en un cerro de cenizas humeantes alrededor de un mástil de fierro pelón, que confirmaba la ruina de Nemesio Alegre.

En el amanecer soleado del día siguiente el empresario se fue con lo que quedó del circo sin decir nada por el camino a ninguna parte. El mago yugoslavo se hizo viento melancólico. Diez bailarinas se metieron de suripantas en la ciudad grande en tanto que las otras tres se hicieron monjas Clarisas en Puebla. La carne del oso muerto fue salada para dársela poco a poco al lobo malabarista y a los cachorros de leopardo, al puma no porque se estuvo burlando del oso durante la pelea. El burro aprovechó la quemazón para escapar sin remedio. De los demás artistas nada se supo y en poco tiempo la población ignoró el suceso. Fue como si el circo nunca hubiera ido a Meletrepo.

Veinticinco años después, en 1990, cuando la fiebre del turismo llegó a Meletrepo transformándolo por completo, fue elevado a municipio y junto a la plaga de partidos políticos y sindicatos monopolistas, por doquier aparecieron bancos, dólares y bulevares, casinos, hoteles, restaurantes y bares, teibolerías, talleres y lavanderías, tiendas de autoservicio, gasolinerías, “artesanías” y otros embustes, así como cárteles, oportunistas y especuladores de terrenos, que llevaron empleo y malas costumbres a lo que había sido un caserío tranquilo dedicado a la pesca ribereña y gobernado por sí mismo.

El 11 de marzo de ese año los miembros del Ayuntamiento deliberaron acerca de que Meletrepo necesitaba conservar su identidad ante la ola de costumbres extrañas que los inundaba. A falta de algún héroe local y desconociendo quiénes habían sido los fundadores de Meletrepo, al regidor Elvis Kan Uc le aprobaron su vehemente propuesta para que se erigiera una estatua al burro del circo que años atrás había salvado la honra de Meletrepo y que según argumentó era descendiente directo de una de las burras que cargaron el equipaje del Libertador Simón Bolívar. Actualmente la estatua de 3 metros engalana una glorieta del bulevar Américas en la que todos los días se retratan cientos de turistas de todo el mundo ya que a Meletrepo llegan más de 400 cruceros al año.

Dicen que cuando el pobre de Nemesio Alegre llegó a Chetumal malbarató camiones y camionetas, animales y enseres y que tiempo después compró en San Pedro Sula un tigre medio raro al que llevó a Bogotá para que unos médicos brasileños le hicieran cirugía plástica a fin de que pareciera un perro de pelea –aseguran que como Bull Terry- y que todavía en el año 2000 recorría Sonora, California, Nuevo México y Arizona apostando en peleas clandestinas de perros