Por: Rafael Ayala Villalobos
Había una vez un pueblo en el viejo oeste que se llamaba Rock Running City, en el que vivía un niño hijo de inmigrantes de La Piedad, Michoacán, que en 1872 atraídos por la fiebre del oro llegaron a la Unión Americana sin más equipaje que un escapulario, una estampita del Señor de La Piedad, un puño de ilusiones y muchas ganas de trabajar.
Roberto del Conde fue criado cristianamente. Desde chico decía que cuidaría de Rock Running City ante tanto bandido, cuatrero y tratante de blancas que violentaban a sus habitantes. Todos reconocían en aquél niño valiente prendas de virtud y honestidad.
Se hizo hombre de pelo en pecho y bigote en cara y tenía un gran…, un gran…, un gran sentido del humor que le ayudó a enamorar a la viuda Elisa Forest, mujer áspera, taciturna y sin hijos cuyo marido murió al ser asaltado en su diligencia. Elisa y Roberto vivieron un gran amor del que tuvieron a Juan Roberto, su único hijo.
A Roberto se le considera pionero de la lucha ambientalista contra la pirotecnia y es referente obligado en éste tema en los Estados Unidos. Chén Jin, chino él, viajó como fregaplatos de un barco que salió de Hong Kong a Liverpool, Inglaterra, de donde se desplazó en 1870 a Bristol, Inglaterra, para trabajar en la primer fábrica de pirotecnia en el mundo, propiedad de un tal Octavius Hunt quien le tomó confianza y le confió los secretos de los metales combinados con el aluminio y la pólvora para hacer cohetes de mano, como les llamaba. Aquélla brillante idea se expandió por todo el mundo y cuando Octavuis Hunt mandó a su hijo Jhon a poner una sucursal en terrenos del condado de Marin, en California, envíó a Chén Jin como mano derecha de su hijo.. Una vez independizado se estableció en Rock Running City donde inició la fabricación de sus propios cohetes. Primero convenció a sus habitantes de lo bonito que era hacerlos estallar. Para ello organizó un gran espectáculo el 4 de julio a fin de festejar la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776. Todos quedaron encantados. Pronto empezó a recibir pedidos de otras partes, sobre todo de las ciudades más desarrolladas de la costa este.
Solo que un día pasó por el pueblo Alfons Becker, químico llegado de Alemania que en la semana en que estuvo en Rock Running City, le aconsejó a Roberto que prohibiera la pirotecnia explicándole las razones. “Llegan a alcanzar tan altas temperaturas que funden el oro y sin embargo se los damos a nuestros niños como si nada”, le dijo. Le puntualizó que incendian, que contaminan el aire de ruido y químicos que nos enferman a la corta y a la larga, que también contaminan el agua del subsuelo y así la bebemos, lo mismo que los afluentes de agua superficial. Los residuos de los químicos explotados por deflagración se escurren a los arroyos, ríos y lagunas, mientras que las partículas suspendidas en el aire luego contaminan todo. Alfons Becker le insistió en que la tronadera molesta asusta a los que tienen algún tipo de discapacidad sensorial, auditiva o cerebral, a los enfermos en general, a los ancianos, a quienes quieren descansar, a los animales de convivencia, a los callejeros y a los de propósito económico. Le explicó que las sustancias que le dan colorido a la pirotecnia son altamente nocivas y cancerígenas sobre todo las que hacen posible los tonos de verde, azul y rojo. Acusó que contaminan porque esparcen sodio, potasio y escandio, cromo, manganeso y hierro, cobalto, zirconio y arsénico, antimonio, titanio y cobre, entre otras sustancias.
Con eso tuvo Roberto del Conde para convencerse. Enamorado de la vida como era, convocó a una reunión masiva de la comunidad frente a su oficina para que Chén Jin explicara y confesara si la pirotecnia era buena o mala. El chino no tuvo más remedio que explicar la verdad a los habitantes y acabó por pedir él mismo a los Consejales que la prohibieran. El punto de acuerdo se redactó y cumplió de inmediato y la fábrica cerró. Luego de una semana Chén Jin se fue a San Fernando Valley, cerca de Los Ángeles para ser uno de los pioneros de la ahora gran industria de la pornografía, equipado con un simple dagerrotipo y unas muchachas chinas, que se trajo de uno de los barcos que viniendo de China traficaban con mujeres por aquéllos años y que las descargaban como animales para venderlas de esclavas en la bahía más famosa del mundo: San Francisco.
Pasó el tiempo y una vez que los indios molestaban las granjas de alrededor, Roberto organizó un regimiento para enfrentar a los indios sanguinarios. Salieron a buscarlos, atravesaron con gran dificultad y cansancio las montañas pedregosas, bajaron al desierto donde se mojaron por una tormenta fugaz como casi todas por aquéllas partes.
Posteriormente yendo al este subieron una ladera escarpada llena de serpientes chilomeniscus stramineus sin que faltaran las de cascabel y rocas enormes. Ahí, sorprendidos, recibieron los primeros flechazos de los indios comanches guiados por Lanza Parada que empezaron a querer rodearlos, pero Roberto, nada tonto, ideó repartir su columna de hombres bragados en tres grupos, uno al centro y dos a los lados, desplegándose sin parar, lo que hizo que los indios temerosos volvieran a agruparse en medio del fragor de la batalla, de los truenos de las balas y los zumbidos de las nubes de flechas, hasta que por estar muy lejos unos combatientes de otros se les acabaron las flechas, las balas y casi la poca comida y agua que tenían.
Fue entonces cuando mediante mensajeros los encarnizados enemigos acordaron hacer una tregua hasta el día siguiente en que recibirían sus pedidos de flechas y balas mediante I Will Not Be Long, una empresa de paquetería, y pasar la noche en la orilla de Lake Moon, un pequeño lago a donde viajaron juntos y acamparon, encendieron fogatas, y bebieron mucho whisky, intercambiaron cecina de venado por cecina de res, comieron frijoles rojos, se contaron anécdotas y mentiras, tocaron guitarra, cantaron, bailaron y rieron, y durmieron como tiernos bebés.
En la noche Roberto vió desde lejos el buen humor de los indios. Lanza Parada estaba sobre una gran roca mirando las estrellas cuando con sigilo Perro Alborotado se le acercó, sorpresivamente lo sacudió como para aventarlo al vacío. Lanza parada se asustó. Perro Alborotado, riendo le preguntó: “¿Te asustante hijo de Gran Oso Astuto?”. Lanza Parada, molesto, le respondió: “Y qué querías, hijo de tu ingada madre?”. Luego rieron y se abrazaron tierna y largamente de un modo que a Roberto le pareció raro, pero pensó que entre los indios también ya se había impuesto esa costumbre.
Al día siguiente cuando regresarían a sus posiciones de combate, entre que les dio flojera, andaban crudos y habían comprendido que era más bonita la amistad que la monserga de andar peleando, firmaron un tratado de paz mediante el cual a los indios se les permitió entrar libremente a Rock Running City y a los de ahí se les invitó a ir a territorios indios.
En el pueblo los del regimiento fueron recibidos como héroes en medio de gran júbilo y la algarabía. Roberto del Conde fue ratificado como sheriff, sirviendo por muchos años más con gran entrega, justicia y valentía hasta que un infortunado día de mayo caliente le tendieron un cuatro.
Una mujer rubia y bonita llegada de fuera, habituada a vestir escote pronunciado al frente y pronunciadísimo por atrás dejando ver desde el occipucio hasta el cóccix en la región sacra, aparentando pobreza y desamparo se metió a trabajar al salón Pija Big como mesera y todo lo demás. Una mala tarde, fingiendo con sus primos los Runsffields que éstos no la conocían y la maltrataban para robársela, Roberto cumplió su deber de caballero y sheriff. La protegió sacándola de la cantina a punta de balazos a fin de llevarla a buen resguardo, solo que saliendo del tugurio la rubia hermosa se le safó repentinamente de los brazos dejándolo rodeado de cuatro facinerosos salidos de la nada que de inmediato y junto con ella lo masacraron de 30 balazos, todos certeros y mortales, sobre todo el que le entró por el ojo izquierdo saliéndole por la parte posterior de la cabeza junto con un gran estallido de sangre que salpicó la vidriera de una sombrerería y buena parte de su masa encefálica y el bulbo raquídeo, parte del tallo cerebral que regula los latidos del corazón y el movimiento pulmonar por lo que Roberto ya no podría seguir viviendo aunque quisiera. Entonces Roberto se desplomó quedando tendido en posición decúbito dorsal en medio de un charco de su propia sangre que empapó, brillante, la arena caliente.
El héroe fue enterrado con honores. Desde entonces a los niños les ponen como ejemplo de honestidad y valentía a éste piedadense de origen y en Rock Running City una calle lleva su nombre: Roberto del Conde.